miércoles, 29 de julio de 2015

Vocación de lagartija

    ¡Ahhhhhhh! ¡Qué rico! 
  Siento el calor en mi piel, en mi cuerpo, que se derrite lentamente, se desliza  al cemento donde se desparrama, hasta llegar a la tierra que hay entre las  junturas de la loza del pavimento de la vereda de la calle .... Me uno a la tierra y, con ello, vago por misteriosos caminos subterráneos, recorro interminables kilómetros de materia, ora porosa, ora compacta,  olorosa, húmeda, donde logro escabullirme con rapidez...uniéndome en un abrazo total. Ya no soy individuo, soy masa. 

   Aún con la sensación del calor sentido durante el sueño, después de haber pasado un intenso frío durante toda la mañana al interior del palacio (a pesar de estar en funcionamiento la calefacción), abandono sus dependencias y sus muros y me integro a la vida callejera. 
    Sorpresa es lo primero que siento al ya estar en calle Alcázar, al sentir la grata temperatura. Cruzo la calle y elijo la vereda soleada. ¡Ahhhhhh! ¡Qué exquisito! Me parece recuperar la sensación del sueño, todo tibieza y placer. Me gustaría que mi destino estuviera más lejos para alargar esta gratificante sensación, en que nada duele, nada molesta, todo parece en el equilibrio perfecto. 
    Cuando en ocasiones menciono que mi origen es sureño, inmediatamente se escuchan loores  en honor a mi recordada ciudad de Valdivia. Y la pregunta surge espontánea: "¿y por qué te viniste a Rancagua?" Indudablemente, la respuesta también es espontánea, a fuer de repetida: "Porque allá llovía mucho".
    La verdad, es una manera extrema de simplificar las cosas, porque esa respuesta  corresponde a  sólo uno de los factores, y ni siquiera al más importante. Sin embargo, el clima más caluroso de la Sexta región se transformó en una de las grandes ventajas de nuestro traslado a esta ciudad. A mi querida Infanta no le agradaba el frío. A mí, más que el frío, la lluvia. Pero no toda la lluvia, sino aquélla que se ensaña sobre uno cuando debes salir de casa y te"empapa" hasta la saciedad. Aquella de la que habitualmente uno se protege la cabeza, pero de la cual los pies son víctimas casi inmediatas.
     Vienen a mi memoria lluvias persistentes de días y semanas, que inundaban los campos, las calles y las veredas y todo, todo lo mojaban. Pero también recuerdo el sonido de la lluvia sentada al lado del fuego, sin la necesidad de salir al exterior, con la alegría de estar en un lugar protegido y grato. Recuerdo la lluvia de otros momentos,  sonando en el techo mientras yo estoy acostada, abrigada y ... feliz. 
   Lluvia de la vida adulta y cotidiana; lluvia de la infancia protegida y luminosa. 
   Evoco unos días bajo el agua incesante, con el viento haciendo chocar con fuerza la lluvia en los ventanales, con el sonido de las olas rebotando en las rocas, allá abajo, en la playa. Tormenta al exterior e interior de nosotras, tiempos difíciles, complejos, cuyo espejo era el clima de ese agosto pasado. La amistad nos salvó del naufragio. 
    Lluvia de la ruptura y del desconcierto. 
    Un día dijimos "¡Basta! ¡Vamos a la tierra soleada! ¡Saquémonos este frío del cuerpo y del alma! ¡Busquemos la luz!
    La encontramos, por un tiempo ...al menos...Luego, ya no estuvo más y me resigné a su ausencia. Era imposible recuperarla.
   El sol es vida, el sol es calor. Nutre, te alimenta, derrite el hielo, dispersa la niebla, elimina el frío, te anima el espíritu. 
   Yo, una lagartija más, espero su llegada, celebro su caricia, alejo el dolor, una vez más, otro día más...

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