lunes, 15 de junio de 2015

¡Cuando el número de carné nos delata!



Pintura artística de
asientos en las afueras
de CPECH
Resultado de un proyecto
cultural
    Cuando este año comencé mi trabajo docente con cada uno de los grupos asignados (el doble del año anterior) me sentí frente a  todo un desafío. Era primera vez  que iba a trabajar con un par de programas distintos y eso, lógicamente, me tensionaba un poco. La prueba de fuego ya la había pasado el año anterior, sin duda, pero ahora debía demostrar que podía hacerlo tan bien o mejor con horario completo. A lo anterior, se agregaba  que cada uno de los grupos  de trabajo tenía una mayor matrícula que el año anterior por decisión de la institución. 

   Era nueva también la distribución  horaria.  El año 2014 había trabajado principalmente en las jornadas matinales y, este año se presentaba con un cambio drástico:  realizar el 75%  del horario en las tardes. Aquello, tanto para mí como para los alumnos (habitualmente  jóvenes de cuarto medio que luego de asistir a toda una jornada de clases, concurren a la preparación que uno les entrega) requería de un esfuerzo adicional. En fin, trabajo es trabajo y había que enfrentarlo de la mejor manera. La gran ventaja, en comparación con las clases habituales en los liceos de hoy, es que  la actitud mayoritaria de los jóvenes es positiva hacia lo que uno les ofrece,  pues tienen clara su meta inmediata: que les vaya bien en la PSU. 
   En ese contexto comencé, antes de lo presupuestado, el período escolar de este año: el 6 de marzo, un  mes antes que el año anterior. Motivo: asignación de algunos grupos con  Talleres de Comprensión Lectora, que ya conocía, con una duración de  4 semanas.  Luego, ya el 6 de abril comenzamos con el programa anual de los grupos que preparamos para la PSU propiamente tal durante todo el año. Sabía que los grupos cambiaban, probablemente seguiría con algunos alumnos de los atendidos en marzo, pero los demás no los volvería a  ver, todo dependiendo de sus puntajes de la Prueba Diagnóstico y de su disponibilidad horaria. Completé inicialmente 10 cursos, con 22 bloques de clases (algo así como 40 horas). Después asumí 3 bloques más en día sábado en la Villa de Rengo. 
    En todos los grupos me encontré con uno o más alumnos que ya conocía y eso fue un plus para mi ánimo. Significaba algo de terreno conocido, un buen punto para comenzar. Fue en el último  grupo del martes en la tarde que tuve un impasse que, en primera instancia, me molestó, pero que dándole una vuelta al asunto, le busqué lo positivo y, al final, esa fue la mejor decisión. 

- ¿Qué le pasó, estimada amiga? 
- De acuerdo a nuestro modus operandi, los profesores debemos ingresar a la página institucional para dejar constancia del inicio de cada clase y completar asistencia, todo esto a la vista de los alumnos, pues se proyecta en el pizarrón. Ello se realiza digitando  nuestro número de Rut y una clave. 
- ¡Ya! ¿Y?
- Ese día hice lo mismo de siempre y mientras ejecutaba esa acción, escuché a mis espaldas: "¡Cacha, mira el número de carné!". 
- ¡Jajajaja! ¿Y cómo reaccionaste?
- Mi primera reacción fue de indignación. Pensé : ¡Cabro de...!
- Jajaja...¿Y qué hiciste?
- Me di cuenta de dónde venía el comentario (del final de la sala), pero no podía identificar al "hechor".  Recuerdo que, al terminar la clase, aconsejé mayor seriedad al grupo aquel (sus integrantes se mostraron bastante inquietos durante el transcurso de la hora y veinte, aunque también participativos) y aproveché de decirles: ¡Más seriedad y concentración en las clase y más cuidado con ciertos comentarios, jóvenes!
- ¡Oye, pero,  en todo caso, quien habló no dijo ninguna mentira, jajaja!
- ¡Muy cierto! Por ello, después dándole vueltas a la situación llegué a la conclusión que la "ofensa" (jajaja) recibida demostraba un alumno rápido, deductivo y sincero. Así que  decidí archivar el caso.


   A la semana siguiente, me sorprendí al ver el grupo separado, con los tres más inquietos sentados en primera fila, participando sin inconvenientes, actitud que se volvió habitual. Incluso en una ocasión uno de los jóvenes le decía al otro que le gustaban mis clases, por lo entretenidas. Precisamente ese mismo jovencito (el Diego), una mezcla de alumno desordenado y flaite, comenzó a saludarme y despedirse de mí con un beso en la mejilla, mientras que cuando no tenemos clases y nos cruzamos por los pasillos, igual se detiene a saludarme. No sé si fue él el hábil comentarista, pero no me cabe duda que de uno de ellos surgió. 

   Esta anécdota me confirma lo que experimenté el año anterior y en los años que he ejercido la docencia: que en esos alumnos inquietos y desordenados, hay también mucha apertura hacia los demás. Son sinceros, se demuestran tal como son, de manera que cualquier muestra de cariño que ves en ellos, ten la seguridad que es sincera. Y así como Diego, hay varios que da gusto verlos y que cuando faltan a clases, su inasistencia no pasa inadvertida. Y su juventud y buena onda son contagiosas, tanto así que más de una broma espontánea surge, que resultan ser las mejores y amenizan las clases. Lo interesante es que lo nutritivo es recíproco, porque cada  saludo, cada despedida, cada felicitación y recomendación son sinceros y eso es captado por ellos, contribuyendo a una grata atmósfera, en que el cansancio y el sueño desaparecen, para sólo quedar el buen ánimo y la juventud...del alma, jajaja. 



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