viernes, 2 de octubre de 2020

Distopías...

 La palabra "distopía" llegó a mi conocimiento bastante después de que la idea se hubiera hecho realidad en más  de una ficción literaria. Esta aseveración, que parece una contradicción total, no lo será tal una vez que lo explique.  Yo sabía de mundos distópicos desde que leí a Huxley en Un mundo feliz o a Bradbury en Farenheit 451, cuando era adolescente, pero la palabrita -distopía- llegó a mí sólo  hace poco más de una década, ya viviendo en Rancagua. Aclaro de inmediato, para evitar suspicacias que puedan llevar a postularme a "persona non grata", que esta coincidencia con mi llegada a esta heroica ciudad es sólo aquello, una coincidencia. Lejos está la urbe de ser o parecer el reflejo de tal mundo, al menos la parte que conozco.                  Nos acostumbramos desde hace unos años, no sólo  a leer acerca de esta nueva realidad posible, sino también a verla en las pantallas de un cine público o privado, lo que resulta más atractivo y fácil que leer, especialmente para los que les cuesta hojear un libro. Y tanto éxito tuvieron estas historias futuras, que no bastó con una parte sino dos o tres de cada trama y así nacieron las secuelas literarias y fílmicas.  ¿Cómo  es que un mundo devastado, terrible, con seres humanos transformados en parias y esclavos de un poder omnímodo o de una anarquía feroz, se transforma en un gusto y goce? Muy simple: es un mundo lejano, que no nos toca vivir, del cual estamos a salvo y, por lo tanto, si otros sufren, podemos, desde la distancia temporal y local en que estamos ubicados, compadecernos y sufrir con ellos mientras dure el film y una vez llegado el desenlace de la historia, tenemos la garantía, merced a la compra de un ticket, de seguir con nuestras cómodas vidas, o no tan cómodas pero mejor que aquéllas vistas en la pantalla.                                    

  Eso es lo que hacíamos hasta hace poco, porque esto que parecía parte de un mundo imaginario en verdad no lo era tanto. Acostumbramos a creer sólo lo que hemos visto y conocido personalmente. Si no hemos vivido la guerra, no tenemos conciencia de ella más que de una manera intelectual y lejana. Si no hemos vivido la pobreza extrema, la falta de libertad,  el mundo de la delincuencia, de la droga, del hambre, seguimos adelante, protegidos por lo que nuestra conciencia filtra como adecuado para cada uno. Como un mecanismo de autodefensa, dejamos fuera lo que nos hace daño o puede hacerlo. Adormecemos nuestra conciencia moral, cual más, cual menos, para preservar un bienestar básico y la cordura, para precavernos del dolor, para vacunarnos de la impotencia.   
  La pandemia en que estamos inmersos ya siete meses en nuestro caso ha dejado patente que las distopías están presentes en nuestro mundo, desde siempre. Nos ha abierto los ojos a la precariedad de nuestra existencia como especie y como sociedad. Sólo  al vernos afectados también por ella hemos tomado conciencia de que es consustancial a nuestra vida, sólo que no la habíamos captado como parte nuestra, no la habíamos sentido respirar tras nuestra nuca. La pobreza extrema, la muerte por inanición,  la esclavitud "moderna" de pueblos enteros y  grupos numerosos no es cosa del pasado ni es ficción. La guerra, la emigración, las luchas raciales están  a la orden del día, aunque no queramos verlas. Si a todo ello le agregamos las víctimas por las catástrofes "naturales" (ya no tan naturales debido a la acción del hombre) continuamos viendo escenas distópicas por doquier.               
    Y a pesar de todo, seguimos cerrando los ojos y la conciencia, para sufrir menos y para rasguñar la felicidad de donde podamos, lo que no quita un dejo de amargura en el trago de la vida cotidiana.  ¡Suena cursi esta última expresión en una realidad tan fúnebre y desencantada! ¡Más vale ofrecer una salida optimista! ¡Veré si puedo aportar con la droga de la palabrería!  Terminará la pandemia que aflige al mundo, que nos ha obligado a encerrarnos, voluntaria u obligadamente. Disminuirá el grado de  desconfianza ante la cercanía del otro, podremos volver a disfrutar de la compañía y de formar parte de una multitud
(a quien le guste aquello). Podremos inocularnos de la sustancia que nos permitirá recuperar nuestra vida cotidiana prepandémica y volveremos a ser libres,  como dice un spot publicitario. ¡Claro que sí! Todo volverá  a su cauce normal hasta que se vuelva a entorpecer por obstáculos en su curso, hasta que tengamos el don -y condena a la vez- de ver la Matrix como realmente es. 🎶 La historia vuelve a repetirse 🎵,  y repetirse y repetirse... Lo que pasa es que nosotros lo olvidamos y caemos en el engaño de la normalidad, que nos hace más o menos felices anestesiándonos ante el sufrimiento.  Por ello, las víctimas de la guerra no nos hacen sufrir, los inmigrantes no nos resultan deseables, los indigentes no nos son... atractivos, por decir algo. En este mundo distópico en que vivimos, seamos felices como podamos: cerrando los ojos, mirando para otro lado, cantando o silbando, poniéndonos audífonos, como sea, pero no nos transformemos en agentes del sistema. 

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