sábado, 3 de octubre de 2020

Burbujas...


  B u r b u j a s...  digo y casi paladeo la palabra. Al pronunciarla me parece ver separarse de mis labios los pequeños y tornasoleados círculos, que silenciosamente desaparecen en el aire... B u r b u j a s... Hay palabras que resultan bonitas. Su belleza, además de radicar en la musicalidad de su pronunciación, de la ubicación de cada una de sus letras, también depende de la serie de imágenes que despierta en la mente de quien la pronuncia.                                                                          Puede que para alguien, la palabra sea absolutamente ominosa, como para aquel niño cuyo calificativo de "burbuja" constituya una desgracia desde el punto de vista médico.  También  puede tener una connotación ofensiva si la lanzas contra alguien que vive alejado emocionalmente del mundo  e insensible al dolor de los demás y a la verdadera realidad, viviendo una vida desconectada. Claro que aquella actitud, cuando es producto probablemente de una sobreprotección paternal, la responsabilidad primera es de aquéllos.  Si, en  cambio, el comportamiento  es producto, de una decisión  personal y voluntaria de desatención del entorno, ya se podría transformar en ceguera autoimpuesta, por las razones que sean, entendibles o no.                              
   En general, por suerte, la mayoría la asocia a momentos mágicos de la infancia, con aquello que, a pesar de durar un brevísimo instante, ha quedado para siempre en la memoria emotiva.  Yo recuerdo que una vez descubierto el juego (no se si por aprendizaje o imitación, ¡tanto no me pidan!) nos encantaba competir a quién conseguía fabricar burbujas en mayor cantidad y tamaño. Lo hacíamos especialmente en verano con un jarrito, agua con jabón (era el momento en que a nuestra madre no le parecía tan simpático, pues le gastábamos el jabón de tocador y no éramos demasiado cuidadosos) y una pajita de trigo o el casco vacío de un lápiz de pasta. Nos sentíamos casi magos y prestidigitadores. ¡Momentos inolvidables!                                                         
   En la actualidad, el juego sigue existiendo pero se ha transformado en negocio, pues venden unos pequeños artefactos de alambre para crear burbujas, además de unos pajaritos cantores o unas pistolas. Seguro que la emoción debe ser similar en los niños-magos de hoy, pero el factor "negocio" ha contaminado su origen.  Hace tres años, vi en Barcelona un verdadero artista de la magia de crear burbujas. El resultado era fantástico. Eran enormes y de distinta forma y colorido. También lo he visto en Rancagua en más de una actividad masiva. Eso me lleva a deducir que los niños nazcan aquí o en la China (también en Barcelona) disfrutan de estos pequeños y mágicos momentos que, felizmente, llevan consigo el aroma y el sabor a la felicidad.  

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