Martes 17. Sevilla. Tercer día confinada.
Sólo salí unos minutos a la Estación de Autobuses de Sevilla más cercana para confirmar si el horario del bus para el cual tengo pasaje seguía vigente. Aproveché de pasar a una Farmacia a menos de dos cuadras para ver si encontraba mascarillas. ¡Nada, ni mascarillas, ni alcohol gel, ni nada parecido! Me lo imaginaba, pero debía corroborarlo.
En unos minutos llegué al terminal. me encontré con varias personas en el camino, incluidos ancianos. Me sorprendió, porque una o dos personas está bien, pero unas 20 eran muchas en un trayecto de 3 cuadras.
Mi trámite duró poco: el viaje seguía vigente. Respiré tranquila. Agradecí y regresé. Volví a pasar a la farmacia, esta vez para averiguar si tomaban la presión arterial. Cuando me dijeron que no podían por la situación, solicité algún remedio para la hipertensión más efectivo que el Losartán. Me dijeron que si no había prescripción médica era imposible venderme nada. Asumí, estaban en lo cierto. Me iba a retirar y la persona que atendía me dijo que me iba a tomar la presión. No lo esperaba y lo agradecí. Lo mejor de todo es que la presión era óptima, lo que me dio mucha tranquilidad.
Volví rápidamente al Hostal. Negocié con la encargada mi estadía en su local hasta las 20 horas aprox. y ella misma me dijo que se iba a ir a su casa, me dejaba una llave para que pudiera salir si lo necesitaba, que podía irme más tarde, y, llegada la hora, vendría a cerrar. Obviamente, a la hora del cobro, aunque no iba a dormir allí, me cobró como si lo fuera a hacer. Lo suponía, y aunque hubiera cierto aprovechamiento, para mí era más conveniente quedarme en ese lugar que exponerme en el Terminal esperando horas. Así que pagué una noche más.
Y aquí estoy, ya más tranquila, deseando que cada etapa se vaya cumpliendo.
Hoy amaneció un día helado, lloviendo incluso un poco. Lo estaba a eso de las nueve, cuando salí a recepción del hostal a comprar un café de máquina. Por ello, debí cambiarme de ropa y salir más preparada. Con mi chaqueta de lunares pero con ellos escondidos para hacerme menos visible y con la capucha puesta, caminando rápido y silenciosamente. Pareciera que estuviéramos en una situación de pre-guerra y el sentimiento de culpabilidad invade aunque en mi caso, salvo mi breve caminata del domingo a mediodía, no haya culpabilidad ni delito. La desconfianza ha surgido como reacción inmediata de esta situación de incertidumbre y riesgo.
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Dos horas antes de irme al Terminal de Buses me levanto de la cama y comienzo a caminar en los 10 m2 que mide la habitación. Sólo puedo caminar en forma de L , 8 ó 9 pasos, dependiendo, de la longitud de ellos. La tarea me da sueño, es muy monótona la acción. Logro caminar dos kilómetros aproximadamente. Pienso en los reos, que hacen de este ejercicio la tarea del día. Yo sólo camino. Nada de flexiones, saltos ni pesas. No pretendo ducharme después, la salida está próxima, salida para la primera etapa de mi éxodo. Ansío respirar aire puro, aunque esté helado o con lluvia, al menos por unas cuadras, mientras voy hacia el Terminal. Luego deberé subirme a un bus y viajar por 7 horas. Espero que todo vaya saliendo bien. Toco madera.
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Ya estoy en el Aeropuerto de Barajas. El bus llegaba hasta acá y aunque yo tenía billete sólo hasta el centro de Madrid, el conductor me trajo graciosamente. Ésa es la solidaridad de los tiempos difíciles.
Partimos puntualmente de Sevilla 19 pasajeros, todos separados según indicaciones y lejos del conductor. En Córdoba, nos hicieron cambiar de bus. "Cambio de bus, no olviden nada en él antes de bajar. Cambien su equipaje al bus de la derecha y súbanse por la puerta trasera. Usen las mismas plazas (asientos)". Éste fue el discurso del chofer, claro y preciso, como si instruyera a reclutas. En tanto, abajo del bus, había dos personas que controlaban lo que hacíamos. Todos, en silencio y con rapidez, cumplimos las órdenes.
Nuevamente me invadió una sensación de peligro, de incertidumbre. Estábamos actuando como verdaderos ilegales, como dando gracias humilde y silenciosamente, por permitirnos seguir el viaje. No queríamos decir ni hacer nada indebido, no vaya a ser cosa que nos dejaran atrás, en el descampado y desierto pavimento.
Reiniciamos el viaje. Las ciudades por las que pasábamos parecían ciudades fantasmas: con mucha o poca luz, pero no se veía un alma, tampoco cuerpos. Toda una fantástica infraestructura al servicio del silencio. Silencio cargado de olor a azahar, la flor del naranjo, seguramente.
《 Recuerdo que los primeros días que llegué a España en esta ocasión, sentí ese olor intenso y pensé que era jazmín. Es un aroma tan penetrante que aunque uno esté cavilando y/o planificando profundamente, los efluvios atraviesan las capas del subconsciente y te sacan de la tarea a pesar de lo dedicada que pueda ser..... Por más que miraba el sector no veía ningún arbusto de jazmín. Luego pensé que era, tal vez, la flor de la madreselva, pero tampoco vi la enredadera por las cercanías, Sólo hace unos días descubrí que era la flor de los naranjos, abundantes en las plazas y calles de las ciudades españolas, al observar uno de ellos, que teniendo frutos, también tenía flores. ¡Tate! Las veces anteriores yo había estado en la madre tierra en diciembre y enero, fines de otoño e inicio de invierno. Ahora, era un período distinto, terminaba el invierno, se iniciaba la primavera, más pronta que en ocasiones anteriores. Por ello, los naranjos estaban con flores y, por ende, su aroma impregnaba las calles. ¡Una belleza intangible!》.
Llegamos puntualmente a Madrid. El viaje había sido expedito. Allí solicité pagar la diferencia. Recién pasadas las 6 de la mañana, no había oficina abierta que me permitiera pagar. No sé si el conductor tenía su caja pagadora, como todos, pero dudó y finalmente me dijo que si venía del origen podía seguir. ¡Uff! ¡Menos mal! Yo sólo me había levantado del asiento, pero no había hecho amago de bajar, porque no quería hacerlo si el bus iba hasta el mismo aeropuerto.
Una vez allá, me aboqué a buscar el Terminal 4, al cual no se puede ir caminando, pues queda a bastante distancia, seguramente varios kilómetros. El pequeño tren que hace el habitual recorrido no estaba funcionando (porque al interior de él es muy difícil guardar la distancia, toda vez que la cantidad de gente que se sube siempre es bastante, a pesar de la disminución actual). Había buses esta vez...y unos uniformados, probablemente militares, que controlaban el número de personas que subían a cada uno de ellos. Me tocó subirme al segundo autobús y a las 7 de la mañana ya estaba donde comenzaría la segunda etapa de mi regreso. Sólo tenía que esperar 13 horas. ¡Bien!
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Estaba instalada en un grupo de sillas con 5 cupos, cuando llegan unos franceses desubicados, que querían ocupar todos los espacios que yo no ocupaba, indicándome que necesitaban el lugar en que yo tenía mi mochila para asegurarme mantener la distancia mínima. ¡Que "madame" ni qué ocho cuartos!, me dije. "Un, deux, trois, quatre" me indicó el sujeto cincuentón con un aro en la oreja como contando pececitos (para mi gusto, puede que discutible pero es el mío, sólo a algunos especímenes masculinos de ese rango etario les quedan bien los aros, que no era el caso de éste). Me hice la loca y la mochila actuó de la misma manera (jajaja), por lo que debieron conformarse con los tres puestos libres. Al rato se fueron: habían encontrado vacía toda una fila para ellos solos, por allí cerca.
No pasó mucho tiempo y me llegaron nuevos compañeros: esta vez unos chilenos, que hablaban por el campeonato, floridamente como es típico, que me impedían concentrarme en lo que leía. Ellos también esperaban irse en la noche. Eran seis y se iban turnando los asientos, caminando a ratos a otros sectores, haciendo incursiones para conseguir alimentación, las que no resultaron muy productivas. Sólo existían las máquinas expendedoras de productos de café, bebidas y confites. En alguna otra parte, había una con sándwich, que ya había sido medio arrasada, por los hambrientos viajeros.
El tiempo se estiraba como chicle, lata y monótonamente. Había que luchar contra el sueño también. Cada cierto tiempo me levantaba del duro asiento, para evitar las escaras en los glúteos, caminaba un rato o iba a los aseos más cercanos, a lavarme la cara para vencer la somnolencia. Allí me había cambiado algunas prendas en la mañana, con el fin de estar más cómoda y algo más limpia. La ducha la necesitaba a gritos, pero tenía que resignarme a su ausencia. En una de ésas, el virus huía del mal olor (jajaja).
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Todo ha sido una laaaarrrrga espera. El tiempo subjetivo ha cumplido muy bien su tarea. Conversaciones de los vecinos, advertencia de los policías que hacen vigilancia en el aeropuerto para que se mantenga la distancia, ya perdiendo un poco la paciencia. A ratos, silencio, nada qué decir entre los viajeros grupales. Cada ciertos minutos, se oyen los mensajes a través de los parlantes, dándole la bienvenida a los pasajeros, recomendando mantener las distancias, recordando el cuidado personal del equipaje, sugiriendo estar atento a las novedades de los vuelos a través de las pantallas.
Ya se acercaba la hora de empezar la facturación del equipaje para bodega. Policías, guardias y funcionarios controlando la distancia, mientras algunos grupos, estaban todos juntos y "apelotonados". La fila deriva en algo kilométrico. A las 18,30 yo ya estaba lista,. con la maleta entregada y la tarjeta de embarque confirmada.
Faltaba poco menos de 4 horas para el vuelo. Me mantuve en el lugar, por poco más de media hora. Me quedaban varias tostadas, unas rebanadas de salame, unos "piquitos" (especie de pequeños grissinis) y varias magdalenas. Quería consumir algo más antes de deshacerme de aquello, situación que no me gustaba nada, habiendo tanto niño en África muriendo de hambre.
Pasadas las 19 horas, me fui a Control de Seguridad. A sacarse algunas prendas, las joyas, poner a la vista celular y tabletas. Todo pasó bien, incluso las magdalenas, pues no las había desechado por estar selladas individualmente. A caminar y buscar el tren que lleva a un Subterminal. En fin, caminar cerca de tiendas duty free cerradas y bloqueadas, hasta parecía un trayecto distinto. Al fin, la puerta de embarque. Aún quedaba una hora. A la hora de embarcar, mucha gente. "Mantenga su distancia" decía algún funcionario de Latam. Fila 49, penúltima (siempre me toca casi al final, es mi sino). Ya había 2 personas, madre e hija brasilera, en un hilera de 3 asientos. Parecía un vuelo normal, de una gran aeronave de 450 asientos. Uno que otro asiento desocupado. El 98 por ciento, apretados uno al lado del otro, prácticamente "hacinados", como sardinas. Resultaba indignante al recordar lo que se preocupaban que en las colas para facturar y para embarcar se respetara la distancia de un metro al menos.
A mi lado la señora iba resfriada, sorbiendo fluidos nasales al mismo tiempo que respiraba. ¡Ufff! ¡Qué ganas de pedir que me cambiasen de asiento, pero era poco lo que iba a mejorar! Hacía mucho calor, así que el caldo de cultivo estaba en su punto. Me resigné.
Diez horas después habíamos aterrizado en la losa del Aeropuerto de Sao Paulo. Era el momento de ceñirse a los controles brasileros, para luego ir a la nueva sala de embarque de un aeropuerto igualmente enorme. ¡Al fin!
Luego de hacer fila un buen rato, me toca cumplir con el embarque. "Sra., éste no es su vuelo", me dice el funcionario. "¡¿Qué?!", me alcanzo a decir y asustarme interiormente. "Es el de al lado". Yo había estado todo el rato atenta al vuelo 8028 y el mío era el 8068. ¡Una pequeña diferencia, que redundó en beneficio! (¡Por suerte!) La cantidad de pasajeros, era de menos de un tercio en el vuelo nuestro; el otro iba completo. Aquello también tuvo se ventaja en el momento de llegar al país.
Al salir por la manga del avión nos desviaron a otro sector y debimos subirnos a un bus que nos llevó a otro lugar. Yo ya me imaginaba, con mi mente cinematográfica y calenturienta, mínimo un campo de concentración o uno de exterminio, para asegurarse (jajaja).
Fila con distancias personales, personal médico al final, en los mesones (me pareció visualizar la figura del Dr. Mengele, jaja). Llevábamos en nuestras manos la declaración jurada que completamos en el avión. "¡Llegó mi hora!", pensé, al ver la pistola supersónica en la frente de las personas que me antecedían. Pero no, nadie cayó fulminado con la luz roja del láser. Tampoco yo, que no arrojé grados anormales de temperatura corporal (fiebre, uno de los síntomas). Revisaron mi declaración en que yo había señalado dolor de cabeza, lo que seguramente se debió al encierro en Sevilla. Instrucciones varias, un volante, una mascarilla de regalo para que viaje hasta Rancagua y el cartoncito de "autorizada" en forma de marca página.
De allí a Control de Inmigración, al retiro de equipaje y al Control del SAG. ¡Todo bien y expedito! Hasta los perros guardias me dejaron tranquila esta vez. Bus al Terminal Sur y de allí hasta Rancagua. Colectivo y ya, en palacio, luego de comprar unas verduras y frutas al verdulero que se instala,a la entrada del condominio.
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Hoy fui a comprar los víveres que me permitirán alimentarme durante esta cuarentena. Mucha gente en las calles, con mínimas medidas de seguridad, especialmente en la distancia personal. Largas filas en Bancos y en oficinas públicas. Mucho cuidado al ingresar a las instituciones, pero cero cuidado al exterior. Así somos, así nos comportamos, por encima de reglas, recomendaciones e instrucciones. Muchos se sienten por encima de las autoridades, de los virus y de los demás.
Es el mismo proceso que han vivido los europeos, principalmente, del que ahora se arrepienten. En España, el número de víctimas alcanza el doble de las que había cuando "escapé" el miércoles en la noche y sólo han pasado dos días.
En tanto acá, en estos momentos, me llega el sonido de los caceroleo de las protestas, muestra del tinte político de la vida cotidiana en estos días (y meses), que no da tregua, no dialoga ni transa, ni frente a la Pandemia, que está extendiéndose en nuestro país, y que terminará silenciando a muchas cacerolas si no se dictan medidas más restrictivas.
En fin, los días se irán desplegando de a uno en el calendario y lo que tiene que llegar llegará. Ni más ...ni menos. ¡Hasta pronto!, digo, tras la mascarilla, pero mi sonrisa ya no es la misma de antes. Sólo espero que disminuya la temperatura y se comporte a la altura del otoño, que empezó esta madrugada. Claro que cuando caigan las primeras gotas, ojalá no contengan sustancias peligrosas como en la serie "The Rain". Sería demasiado, ¿verdad?
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