viernes, 20 de marzo de 2020

Confinamiento, regreso y...cuarentena...


Martes 17. Sevilla. Tercer día confinada. 
 Sólo salí unos minutos a la Estación de Autobuses de Sevilla más cercana para confirmar si el horario del bus para el cual tengo pasaje seguía vigente. Aproveché  de pasar a una Farmacia a menos de dos cuadras para ver si encontraba mascarillas. ¡Nada, ni mascarillas, ni alcohol gel, ni nada parecido! Me lo imaginaba,  pero debía  corroborarlo. 
  En unos minutos llegué al terminal. me encontré con varias personas en el camino, incluidos ancianos. Me sorprendió, porque una o dos personas está bien, pero unas 20 eran muchas en un trayecto de 3 cuadras.
Mi trámite  duró  poco: el viaje seguía vigente.  Respiré  tranquila. Agradecí  y regresé.  Volví a pasar a la farmacia, esta vez para averiguar si tomaban la presión  arterial. Cuando me dijeron que no podían  por la situación,  solicité algún  remedio  para la hipertensión más efectivo que el Losartán. Me dijeron que si no había prescripción  médica era imposible venderme nada.  Asumí,  estaban en lo cierto. Me iba a retirar y la persona  que atendía me dijo que me iba a tomar la presión.  No lo esperaba y lo agradecí.  Lo mejor de todo es que la presión era óptima, lo que me dio mucha tranquilidad.  
 
 Volví rápidamente  al Hostal.  Negocié con la encargada mi estadía  en su local hasta las 20 horas aprox. y ella misma me dijo que  se iba a ir a su casa, me dejaba una llave para que pudiera salir si lo necesitaba, que podía irme más tarde, y, llegada la hora, vendría  a cerrar. Obviamente, a la hora del cobro,  aunque no iba a dormir allí,  me cobró  como si lo fuera a hacer. Lo suponía,  y aunque hubiera cierto aprovechamiento,  para mí  era más conveniente quedarme en ese lugar  que exponerme en el Terminal esperando horas. Así  que pagué  una noche más.  
   Y aquí  estoy, ya más  tranquila, deseando que cada etapa se vaya cumpliendo. 
 
 Hoy amaneció  un día helado,  lloviendo incluso un poco. Lo estaba a eso  de las nueve,  cuando salí  a recepción  del hostal a comprar un café  de máquina.  Por ello, debí  cambiarme de ropa y salir más  preparada.  Con mi chaqueta de lunares pero con ellos escondidos para hacerme menos visible y con la capucha puesta, caminando rápido y silenciosamente.  Pareciera  que estuviéramos en una situación  de pre-guerra y el sentimiento  de culpabilidad invade aunque en mi caso, salvo mi breve  caminata del domingo a mediodía,  no haya culpabilidad ni delito. La desconfianza ha surgido  como reacción  inmediata de esta situación de incertidumbre y riesgo. 
...
  Dos horas antes de irme al Terminal de Buses me levanto de la cama y comienzo a caminar en los 10 m2 que mide la habitación.  Sólo  puedo caminar en forma de L , 8 ó 9 pasos, dependiendo, de la longitud de ellos. La tarea me da sueño, es muy monótona la acción.  Logro caminar dos kilómetros  aproximadamente. Pienso en los reos, que hacen de este ejercicio  la tarea del día.  Yo sólo  camino. Nada de flexiones, saltos  ni pesas. No pretendo ducharme después,  la salida está próxima, salida para la primera etapa de mi éxodo. Ansío  respirar aire puro, aunque esté  helado o con lluvia, al menos por unas cuadras, mientras voy hacia el Terminal. Luego deberé  subirme a un bus y viajar por 7 horas. Espero que todo vaya saliendo bien. Toco madera. 
....
 
 Ya estoy en el Aeropuerto de Barajas. El bus llegaba hasta acá  y aunque yo tenía billete sólo hasta el  centro de Madrid, el conductor me trajo graciosamente. Ésa es la solidaridad de los tiempos difíciles. 
   Partimos puntualmente de Sevilla 19 pasajeros, todos separados según indicaciones y lejos del conductor. En Córdoba,  nos hicieron  cambiar de bus. "Cambio de bus, no olviden nada en él antes de bajar.   Cambien  su equipaje al bus de la derecha y súbanse por la puerta trasera. Usen las mismas plazas (asientos)". Éste fue el discurso del chofer, claro y preciso, como si instruyera a reclutas. En tanto, abajo del bus, había dos personas que controlaban lo que hacíamos.  Todos, en silencio y con rapidez,  cumplimos las órdenes.  
   Nuevamente me invadió una sensación de peligro, de incertidumbre. Estábamos actuando como verdaderos ilegales, como dando gracias humilde y silenciosamente, por permitirnos  seguir el viaje. No queríamos  decir ni hacer nada indebido, no vaya a ser cosa que nos dejaran atrás,  en el descampado y desierto pavimento.  
 
Reiniciamos el viaje. Las ciudades por las que pasábamos parecían  ciudades fantasmas: con mucha o poca luz,  pero no se veía  un alma, tampoco cuerpos.  Toda una fantástica infraestructura al servicio del silencio. Silencio cargado de olor a azahar,  la flor del naranjo, seguramente. 
 
  Recuerdo que los primeros días que llegué  a España en esta ocasión,  sentí ese olor intenso y pensé que era jazmín. Es un aroma tan penetrante que aunque uno esté cavilando y/o planificando profundamente, los efluvios atraviesan las capas del subconsciente y te sacan de la tarea a pesar de lo dedicada que pueda ser..... Por más que miraba el sector no veía ningún arbusto de jazmín. Luego pensé  que era,  tal vez, la flor de la madreselva, pero tampoco vi la enredadera por las cercanías, Sólo  hace unos días  descubrí que era la flor de los naranjos, abundantes en las plazas y calles  de las ciudades españolas, al observar uno de ellos, que teniendo frutos, también tenía flores. ¡Tate!  Las veces anteriores yo había estado en la madre tierra  en diciembre y enero, fines  de otoño e inicio de invierno.  Ahora, era un período distinto, terminaba el invierno, se iniciaba  la primavera, más pronta que en ocasiones anteriores. Por ello, los naranjos estaban con flores y, por ende, su aroma impregnaba las calles. ¡Una belleza intangible!》.
 
 Llegamos puntualmente a Madrid. El viaje había sido expedito. Allí  solicité pagar la diferencia.  Recién pasadas las 6 de la mañana, no había  oficina abierta que me permitiera pagar. No sé  si el conductor tenía  su caja pagadora, como todos,  pero dudó y finalmente  me dijo que si venía  del origen podía seguir. ¡Uff! ¡Menos mal! Yo sólo  me había levantado del asiento,  pero no había hecho amago de bajar, porque no quería  hacerlo si el bus iba hasta el mismo aeropuerto.  
 
  Una vez allá,   me aboqué a buscar el Terminal 4, al cual no se puede  ir caminando, pues queda a bastante distancia, seguramente varios  kilómetros.  El pequeño tren que hace el  habitual recorrido no estaba funcionando (porque al interior de él  es muy difícil  guardar la distancia, toda vez  que la cantidad de gente que se sube siempre es bastante,  a pesar de la disminución actual). Había  buses esta vez...y unos uniformados, probablemente militares, que controlaban el número  de personas que subían a cada uno de ellos.  Me tocó subirme al segundo autobús  y a las 7 de la mañana ya estaba donde comenzaría la segunda etapa de mi regreso. Sólo  tenía que esperar 13 horas. ¡Bien!
....
   Estaba instalada en un grupo de sillas con 5 cupos, cuando llegan unos franceses desubicados, que querían  ocupar todos los espacios que yo no ocupaba, indicándome que necesitaban el lugar en que yo tenía  mi mochila para asegurarme mantener la distancia mínima.  ¡Que "madame" ni qué ocho cuartos!, me dije. "Un, deux, trois, quatre" me indicó el sujeto cincuentón  con un aro en la oreja como contando pececitos (para mi gusto,  puede que discutible pero es el mío,  sólo a algunos especímenes masculinos de ese rango etario les quedan bien los aros, que no era el caso de éste). Me hice la loca y la mochila actuó de la misma manera  (jajaja), por lo que debieron conformarse con los tres puestos libres. Al rato se fueron: habían encontrado vacía  toda una fila para ellos solos, por allí cerca. 
   No pasó mucho tiempo y me llegaron nuevos compañeros: esta vez unos chilenos, que hablaban por el campeonato, floridamente como es típico, que me impedían concentrarme en lo que leía. Ellos también esperaban irse en la noche.  Eran seis y se iban turnando los asientos, caminando a ratos a otros sectores, haciendo incursiones para conseguir alimentación,  las que no resultaron muy productivas. Sólo  existían  las máquinas expendedoras de productos de café,  bebidas y confites.  En alguna otra parte, había una con sándwich, que ya había sido medio arrasada, por los hambrientos viajeros.  
   
  El tiempo se estiraba como chicle, lata y monótonamente. Había que luchar contra el sueño también.  Cada cierto tiempo me levantaba del duro asiento, para evitar las escaras en los glúteos, caminaba un rato o iba a los aseos más cercanos, a lavarme la cara para  vencer la somnolencia.  Allí  me había  cambiado algunas prendas en la mañana, con el fin de estar más cómoda y algo más limpia. La ducha la necesitaba a gritos, pero tenía que resignarme a su ausencia.  En una de ésas, el virus huía  del mal olor (jajaja).
   .....
  Todo ha sido una laaaarrrrga espera. El tiempo subjetivo ha cumplido muy bien su tarea. Conversaciones de los vecinos, advertencia de los policías que hacen vigilancia en el aeropuerto  para que se mantenga la distancia, ya perdiendo un poco la paciencia. A ratos, silencio, nada qué  decir entre los viajeros grupales. Cada ciertos minutos, se oyen  los mensajes a través de los parlantes, dándole la bienvenida a los pasajeros, recomendando mantener las distancias, recordando el cuidado personal del equipaje, sugiriendo estar atento a las novedades de los vuelos a través de las pantallas. 
  Ya se acercaba la hora de empezar la facturación del equipaje para bodega. Policías, guardias y funcionarios controlando la distancia, mientras algunos grupos, estaban todos juntos y "apelotonados". La fila deriva en algo kilométrico. A las 18,30 yo ya estaba lista,. con la maleta entregada y la tarjeta de embarque confirmada. 

Faltaba poco menos de 4 horas para el vuelo. Me mantuve en el lugar, por poco más de media hora. Me quedaban varias tostadas, unas rebanadas de salame, unos "piquitos" (especie de pequeños grissinis) y varias magdalenas. Quería consumir algo más antes de deshacerme de aquello, situación que no me gustaba nada, habiendo tanto niño en África muriendo de hambre.
    Pasadas las 19 horas, me fui a Control de Seguridad. A sacarse  algunas prendas, las joyas, poner a la vista celular y tabletas. Todo pasó  bien,  incluso las magdalenas, pues no las había desechado por estar selladas individualmente.  A caminar y buscar el tren que lleva a un Subterminal. En fin, caminar cerca de tiendas duty free cerradas y bloqueadas, hasta parecía un trayecto distinto.  Al fin, la puerta de embarque. Aún  quedaba una hora.  
 
 A la hora de embarcar, mucha gente. "Mantenga  su distancia" decía algún funcionario de Latam. Fila 49, penúltima (siempre me toca casi al final,  es mi sino). Ya había  2 personas, madre e hija brasilera, en un hilera de 3 asientos.  Parecía un vuelo normal, de una gran aeronave de 450 asientos. Uno que otro asiento desocupado. El 98 por ciento,  apretados uno al lado del otro, prácticamente "hacinados", como sardinas. Resultaba indignante al recordar lo que se preocupaban que en las colas para facturar y para embarcar  se respetara la  distancia de un metro al menos.
    A  mi lado  la  señora iba resfriada,  sorbiendo fluidos  nasales al mismo tiempo que respiraba. ¡Ufff! ¡Qué  ganas de pedir que me  cambiasen de asiento,  pero era poco lo que iba a mejorar! Hacía mucho calor, así que el caldo de cultivo estaba en su punto. Me resigné. 
 
 Diez horas después  habíamos aterrizado en la losa del Aeropuerto de Sao Paulo. Era el momento de ceñirse a los controles brasileros, para luego ir a la nueva sala de embarque de un aeropuerto igualmente enorme. ¡Al fin!  
  Luego de hacer fila un buen rato, me toca cumplir con el embarque. "Sra., éste no es su vuelo", me dice el funcionario.  "¡¿Qué?!", me alcanzo a decir y asustarme interiormente. "Es el de al lado". Yo había  estado todo el rato atenta al vuelo 8028 y el mío era el 8068. ¡Una pequeña diferencia, que redundó  en  beneficio! (¡Por suerte!) La cantidad de pasajeros, era de menos de un tercio en el vuelo nuestro; el otro iba completo.  Aquello también tuvo se ventaja en el momento de llegar al país. 
   Al salir por la manga del avión  nos desviaron a otro sector  y debimos subirnos a un bus que nos llevó a otro lugar. Yo ya me imaginaba, con mi mente cinematográfica y calenturienta, mínimo un campo de concentración o uno de exterminio, para asegurarse (jajaja).
   
Fila con distancias personales, personal médico al final,  en los mesones (me pareció  visualizar la figura del Dr. Mengele, jaja). Llevábamos en nuestras manos la declaración  jurada que completamos en el avión.  "¡Llegó  mi hora!", pensé,  al ver la pistola supersónica en la frente de las personas que me antecedían. Pero no, nadie cayó fulminado con la luz roja del láser.  Tampoco yo, que no arrojé grados anormales de temperatura corporal (fiebre, uno de los síntomas).  Revisaron mi declaración en que yo había señalado dolor de  cabeza,  lo que seguramente se debió  al encierro en Sevilla. Instrucciones varias, un volante, una mascarilla de regalo  para que viaje hasta Rancagua y el cartoncito de "autorizada" en forma de marca página.  

 De allí  a Control de Inmigración,  al retiro de equipaje y al Control del SAG. ¡Todo bien y expedito! Hasta los perros guardias me dejaron tranquila esta vez.  Bus al Terminal Sur y de allí hasta Rancagua. Colectivo y ya, en palacio, luego de comprar unas verduras y frutas al verdulero que se instala,a la entrada del condominio. 

....
 
 Hoy fui a comprar los víveres que me permitirán alimentarme durante esta cuarentena. Mucha gente en las calles, con mínimas medidas de seguridad, especialmente en la distancia personal. Largas filas en  Bancos y en  oficinas públicas.  Mucho cuidado  al ingresar a las instituciones, pero cero cuidado al exterior. Así  somos, así nos comportamos, por encima de reglas, recomendaciones e instrucciones.  Muchos se sienten por encima de las autoridades,  de los virus y de los demás. 
   Es el mismo proceso que han vivido los europeos, principalmente, del que ahora se arrepienten. En España,  el número  de víctimas alcanza el doble de las que había  cuando "escapé" el miércoles  en la noche y sólo han pasado dos días.
   En tanto acá,  en estos momentos,  me llega  el sonido de los caceroleo de las protestas, muestra del tinte político de la vida cotidiana en estos días (y meses), que no da tregua, no dialoga ni transa, ni frente a la Pandemia, que está extendiéndose en nuestro país, y que terminará silenciando a muchas cacerolas si no se dictan medidas más  restrictivas.
   En fin, los días  se irán desplegando de a uno en el calendario y lo que tiene que llegar llegará.  Ni más ...ni menos. ¡Hasta pronto!, digo, tras la mascarilla, pero mi sonrisa ya no es la misma de antes. Sólo espero que disminuya la temperatura y se comporte a la altura del otoño, que empezó esta madrugada. Claro que cuando caigan las primeras gotas, ojalá no contengan sustancias peligrosas como en la serie "The Rain". Sería demasiado, ¿verdad?


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