viernes, 6 de enero de 2017

¡¡¡Granada, tierra soñada por mí...!!!!

Visitar Granada era uno de mis sueños  y propósitos al pisar tierra española.  Tierra de olivos y naranjos,  de gitanos y descendientes de moros, tierra de sol, de  canto y  baile flamenco, de toros y toreros, de poesía y agua que fluye, tierra bañada por ríos subsidiarios del Guadalquivir...
  Desde que en mis tiempos de estudiante universitaria, hace algún tiempo, leí y conversé (metafóricamente se entiende) con Federico García Lorca, soñé con conocer  esta ciudad. El tiempo ha pasado, para Federico y para mí y, obviamente, la Granada de los años 30 del siglo XX no son los mismos que el año 2016. Sin embargo, como las ciudades españolas tienen  la  virtud  de  haber  sabido   preservar   su  pasado, especialmente el arquitectónico, el casco antiguo granadino no debiera distar mucho de lo que los ojos de García Lorca observaron.

   Lo primero que recorrimos de Granada fue el Paseo de las Estatuas (su nombre es otro pero se me olvidó, jajaja) en homenaje a personajes ilustres, hecho absolutamente fortuito haber encontrado a García Lorca entre los primeros y con el cual no pude dejar de tomarme una foto. Yo, encantada; él, no se opuso en lo más mínimo (jajaja).  
  Luego partimos en busca de un lugar donde poder almorzar o, al menos, comer un sándwich. Sin embargo, a pesar de nuestros mejores esfuerzos, tuvimos que rendirnos ante la evidencia. Eran pasadas las 16 horas y ya no había almuerzo en ningún local, los españoles no preparan sándwiches (alucinábamos con un chacarero, jaja) y en el único local al que optamos por entrar no nos quedó otra cosa que aceptar, para calmar la solitaria, un insulso emparedado con cecina y queso, frío; es decir, un miserable aliado sin gracia. "La cocina está cerrada", nos dijo el "atendedor" y no abría sino hasta las 20 horas. 

   El segundo día, además de caminar, caminar y...caminar..., hasta encontrar la Estación de Trenes, primero, y luego la Estación de Autobuses (les cuento que debimos acostumbrarnos a decir "Estación" en vez de "Terminal" para que pudieran entendernos), comprar nuestros pasajes para Sevilla, conocimos la Plaza de Toros de Granada, un soberbio edificio al que nos prometimos volver. 
 Al regresar en Trans nos fuimos al Centro de Granada donde íbamos a pasar el resto del día recorriendo, almorzando (una vez solamente, claro está). Esa jornada fue fenomenal: vitrineamos, nos dimos el lujo de almorzar en un local que se llamaba "La Bella & la Bestia", 
donde nos regalonearon con un excelente y de muy buen nivel menú. ¿Adivinaron quién era la Bella? (jajaja)
    Satisfecho el cuerpo, nos abocamos a la tarea de conocer. 
  Llegamos hasta la Plaza Mayor, compramos numerosos recuerdos (encontré unas fantásticas poleras con la imagen de don Quijote y Sancho) y nos adentramos en el Barrio Albaycín, donde los árabes llegados a la Península y que posteriormente se quedaron, han hecho su vida en esta ciudad (como en tantas otras de la madre Patria).
 Mucha artesanía, joyas, recuerdos y muestras de construcciones de larga data. 
   Este barrio es la entrada a otro, muy visitado y hermoso, el Sacromonte, residencia de gitanos, muchos de los cuales viven en "viviendas" existentes al interior de cuevas, muy bien aprovechadas y dignas de ser conocidas. 


   Al día siguiente, nuestro último día en esta maravillosa ciudad, nos subimos a un Tren Turístico, 
 en cuyo recorrido llegamos hasta La Alhambra (joya de la Humanidad también)Allí nos detuvimos por unas horas, para recorrer el complejo completo, viendo patios, jardines, una hermosa Iglesia, un Parador, unos baños antiguos (que correspondieron en su tiempo a los baños públicos donde la gente, además de asearse y hacerse tratamientos de salud y belleza, iba a conversar o realizar tratos comerciales, como sucedía en tiempos de los romanos).
 Pensándolo bien, tal vez por eso los españoles a los Servicios Higiénicos a los que nosotros también denominamos "baños" en nuestro país, no les denominan así; les dicen "aseos" o "toilette" (¡quedan tan cerca de Francia!).  

 Fue en ese recorrido que vi un local comercial que ofrecía fotografías con ropa de época. ¡Tate!, me dije. 
Ésta es la mía. Hablé con mis compañeras de viaje y ante sus dudas, opté por pedirles que me acompañaran en el divertimento y yo pagaba la gracia (¡total, el que puede, puede!). ¡Iba a ser muy difícil que tuviéramos una nueva oportunidad de vestirnos a la usanza árabe y fotografiarnos teniendo de trasfondo una imagen de La Alhambra. Acordada la actividad, comenzó la tarea de transformación. ¡Fue muy divertido probarnos ropa, joyas y maquillarnos para darle la mayor credibilidad a la escena! ¡La verdad nos encantó! Y además, quedamos muy conformes con el resultado. ¡Es que no podíamos haber sido retratadas de mejor manera! (esta situación me trajo a la memoria una actividad en la que participé cuando era una inocente adolescente y que consistió en disfrazarnos de árabes, aunque esa vez fue con esos pantalones anchos que alguna compañera se consiguió, todo lo cual lo realizamos en el marco de un desfile estudiantil del aniversario liceano, en La Unión).  

 Habiendo recorrido el complejo arquitectónico de La Alhambra, con la tarea pendiente de ingresar al Palacio-Museo en el próximo viaje, retornamos a la Plaza Mayor.
¡Ya estábamos hambrientas! (jajaja). Luego, retomamos el trencito, pero esta vez yo me bajé en un paradero intermedio, pues me interesaba tomar panorámicas de La Alhambra y de la ciudad desde el sector del frente, ubicado en unos miradores. 
   La puesta del sol me acompañó en el trayecto al Mirador, al que llegué luego de caminar entre adoquines y calles estrechas, subiendo y bajando escaleras. Disfruté de  los momentos de la tranquilidad del atardecer, desde la altura del Albaycín, a pesar de estar rodeada de personas de distintas nacionalidades. Son esos los instantes en que piensas que todo lo anterior ha valido la pena para llegar hasta allá. 
    Cuando la tarde ya caía y la noche se iba imponiendo, bajé hasta la próxima parada del tren y regresé al sector de nuestro hotel. Las "chiquillas" ya habían descansado, y luego de tomar once, nos dedicamos a relajarnos otro poco para esperar la hora de la actividad final y de despedida: iríamos a una presentación de Baile Flamenco en la "Cueva de la Rocío". Este local se ubica en pleno Barrio Sacromonte y se llama así porque precisamente está en una cueva. Sus dueños son gitanos, con generaciones de experiencia en el arte del Baile Flamenco, con cantaores y bailaores gipsies. 
   La noche estaba helada mientras esperábamos el minibús que nos llevaría allá. Hasta que finalmente apareció y luego de pasar a buscar a otros tantos (parecía transfer la cosa)  y de recorrer  el Albaycín y subir al Sacromonte, llegamos a la Cueva...  
Unos minutos de espera (la función anterior aún no terminaba) y nos hicieron ingresar a una dependencia rectangular que tenía todo el espacio del centro despejado, mientras que a orillas de las paredes se ubicaban muchas sillas. Antes de comenzar el evento, nos llevaron a cada uno un trago: yo pedí "sangría" y si bien no estaba mal, era inferior a la que había probado en el Restaurant Bósforo en Madrid. 
   El espectáculo fue muy bueno (era el primero que veíamos de este tipo así que no teníamos referentes para comparar); los bailaores, tanto damas como varones, estupendos. La habilidad de los artistas nos llegó profundamente y con envidia y admiración disfrutamos de un talento del que nosotras carecíamos (...y careceremos, per seculum seculorum, jajaja). Allí pudimos comprobar que lo que se dice en relación al Flamenco es verdad: imposible de definir en una o más palabras. El flamenco es vida, pasión, poesía, fuerza, dolor y...otras cuantas cosas más. Lo más impresionante es la fuerza con la que se baila y canta... Uno no entiende todo lo que el cantaor dice, pero lo puede adivinar o acercarse a entenderlo luego de mirar las expresiones, los pasos y los movimientos. 

   En síntesis, nos quedó gusto a poco, pero había que aceptarlo. Al día siguiente nos esperaba Sevilla y, como ciudad andaluza también, sabíamos que íbamos a gozarla a cien.  

 Se me había olvidado algo muy importante. Estar en Granada y no comer granadas es cosa de locos (o locas). Pues, comí granadas, varias, de dos kilos que compré en oferta por 2 euros ($1.440, ¡baratísimas!), mientras nos dirigíamos al centro de Granada. Fueron tantas y mis compañeras no me ayudaron mucho. Por eso, a pesar de los días transcurridos, llegué a Madrid con un par de ellas...y eso que no son livianas. Cuando ya las iba a botar, pues no tenían muy buen aspecto,  les di una nueva oportunidad. ¡Por suerte! ¡Estaban deliciosas! Me comí las dos, una después de otra, por supuesto, sin ofrecerle a mis vecinas (jajaja).

No hay comentarios:

Publicar un comentario