viernes, 27 de enero de 2017

Resumiendo...y destacando...

  Laguna San Rafael
  Cuando organicé mi programa de tours, uno de los que puse en primera prioridad, fue el viaje a Laguna San Rafael. Era una aspiración largamente acariciada (por más de 20 años).
  El día sábado no podía ser más espectacular. Los rayos del sol se hacían sentir gratamente mientras permanecía en cubierta. 
El ruido del motor del Catamarán Chaitén alejaba y aminoraba el ruido de las voces. Estaba en la cubierta superior, sección fumadores, aunque nadie fumaba. No me interesó relacionarme con los demás. Estaba conmigo y con tu recuerdo.  
  Al iniciar el viaje, de la cubierta principal, "primer piso", pasamos, después de desayunar, a la cubierta superior, provista con cómodos sillones y amplios ventanales. Logré ubicarme en uno de ellos, pero pronto me pareció no estar disfrutando como debiera esta realidad.
 Me fui al sector abierto, para respirar y vivir, para sentir el frío y el viento, para retomar el contacto natural. Me sentí ahogada en la pecera del segundo piso, muy luminoso, protegido y cerrado, pero artificial. Preferí el mar abierto con toda su belleza,  a pesar del frío.
 Este viaje a la XI región no ha sido uno más. Se ha transformado en una experiencia de vida y de conocimiento personal, en una travesía por los diferentes caminos que me presenta la vida en un entorno desconocido, sin apoyos de familiares y amigos. Y con alegría debo señalar que no ha habido soledad ni aburrimiento, todo ha sido conocer y degustar la lluvia, el viento, el sol,  la belleza patagónica,  las comidas,  algunas palabras amables con personas con las que no me volveré a encontrar y, por tanto, sinceras y gratas.
   Me he dado cuenta que no me agrada pertenecer a una multitud, pues no me gusta moverme al mismo ritmo de los demás. Si coincide con mis deseos, perfecto, pero en la medida que algo se transforma en forzado, lo grato desaparece. Prefiero aislarme.
 Creo que por eso no echo en falta el contacto humano. Viendo tanta casa aislada por estos lares, he pensado lo feliz que sería vivir con lo básico, "bajando" cada cierto tiempo a la urbe, para no perder la capacidad de comunicarse oralmente.  Claro que dentro de lo básico de ese mundo propio debería contar con internet, tv satelital, libros digitales, luz, música y, por supuesto, seguridad.
 Con ello, me acercaría al mundo, a través de la pantalla y físicamente lo haría cuando fuera necesario. ¡Espectacular! Sin embargo, hay un gran pero: no puedo dejarla sola...y ella lo sabe...ella es mi puerto... 
  Cerca de la 13 horas comenzamos a divisar los primeros hielos sueltos que se deslizaban por la superficie, en las cercanías del glaciar. 
Fue emocionante ver cómo nos íbamos acercando y cada vez el hielo se hacía más extenso (2,5 kms. de ancho y 80 metros de altura, con algo más de 200 mtrs. de profundidad y miles de años de existencia, cada vez más disminuida, al retroceder 60 mtrs. aproximadamente al año) y más inmenso. 
Las fotografías se acumularon por docenas, del paisaje, del glaciar, más algunas selfies, cual de todas más poco alentadora (jajaja, cuesta aceptar el paso del tiempo, la imagen en el espejo y la acumulación de grasas en ciertas partes del cuerpo). 
El día estaba ideal para el acercamiento en zodiac, lo que se organizó por grupos. Mientras esperaba mi turno (número 7, uno de mis favoritos) disfrutábamos de la panorámica, más fotos, más selfies, además de observar con asombro los constantes  desprendimientos del glaciar, acompañados de mucho ruido y oleaje, proporcional al tamaño de la masa de hielo fracturada.
 Una vez en el zodiac, la emoción era tremenda: por el privilegio de acercarnos y por la fragilidad de nuestra embarcación, que a ratos sonaba al chocar con pequeños pedazos de hielo flotante. Pronto nos llegaron dos pedazos de hielo sacados del agua que nos rodeaba, uno absolutamente poroso y otro que parecía un cristal. Se nos informó que este último era milenario, lo que se podía afirmar al observar la carencia de aire al interior de su masa.

 Nos fotografiamos con ellos, aunque no duraban mucho en nuestras manos... Un último recorrido, más fotografías y de regreso al catamarán.
  Ya de vuelta a Puerto Chacabuco, en las 5 horas de navegación, nos esperaba un chocolate caliente con croissant y luego, una vez todo vuelto a la normalidad, un bar abierto, con un primer brindis de wisky con hielo milenario (malísimo el licor, para mi gusto, pero lo tragué como quien bebe una infusión de ruda, pues iba a ser la única vez). 
Se nos invitó a la cubierta superior a unas horas de entretención con música de karaoke, cóctel, terminando con baile entre los más prendidos. Cuatro guías espectaculares amenizaron la fiesta, mientras el Chaitén seguía surcando el agua retornando a puerto.
 Acompañé con canto y palmas todas las canciones conocidas, mientras tomaba más de alguna imagen. Me divertí sinceramente con la alegría de muchos pasajeros, más de unas buenas voces se descubrieron, otros, más que de calidad, eran simpáticas.
 El baile fue el colorario de la entretención, con gusto a poco para algunos. En el intertanto, además del wisky, me serví una coca con hielo y dos copas (separadas en el tiempo, jajaja) de un licor rojo al que se le agregaba champaña y hielo, aunque en este momento no recuerdo el nombre ni del licor ni del trago. En fin...Nos pasa a los poco expertos en el tema...
   De regreso al hospedaje, me dediqué a mirar las fotografías, subir algunas seleccionadas y luego...¡a dormir! Los tours contratados habían llegado a su fin y ahora empezaba mi gestión personal en los cuatro siguientes días.
  Puerto Aysén y Puerto Chacabuco




Día domingo. 9,30 horas. Tomo un bus que me llevará a Puerto Aysén, lugar por el que había pasado por fuera el día anterior, pero que deseaba conocer. Este lugar había sido la capital regional hasta que Coyhaique lo desplazó a segundo lugar, al perder su importancia como puerto debido a la erosión, que fue impidiendo la llegada de embarcaciones de gran calado.
   Llegué a la ciudad a las 11 horas, y luego de asegurar mi pasaje de regreso, me dediqué a caminar por sus calles. El día estaba soleado.  
Conocí el Puente Carlos Ibáñez, Monumento Nacional, caminé un rato por su Costanera, fui hasta al Estero Aguas Muertas, llegué al Cementerio Local (guiada por mi brújula personal) y de allí a la Plaza de Armas.
 Accedí a un pequeño Mirador en un cerro cercano, recorrí una Feria Artesanal y luego busqué un lugar donde almorzar un rico salmón con ensalada y su correspondiente vino blanco.
 Posteriormente, me quedé en la Plaza para esperar un espectáculo folclórico que, finalmente, comenzó a las 16 horas. 

 Eran varios los grupos participantes, pero sólo alcancé a ver uno completo y parte del segundo (el primero ocupó demasiado tiempo).
Me alejé de allí para buscar locomoción que me llevara a Puerto Chacabuco, aunque la lluvia que había comenzado a caer casi me hace desistir de mi propósito.
  Llegué a Chacabuco y no encontraba "patas ni cabezas" en el desorden reinante de calles en reparación, hasta que divisé unas construcciones que me llevaron al sector portuario. 
Caminé, saqué algunas fotografías, llegué hasta el Hotel Loberías del Sur (uno de los hoteles top-top del sur del Chile, 4 estrellas superior, donde se paga $125.000 diarios por una single) en el que había estado el día anterior y ...¡zas!... se acabó lo observable. No sé si, por desconocimiento, dejé de ver algo interesante, pero no intenté seguir recorriendo. 


  Simplemente, recurriendo a la memoria, caminé hasta la salida del pueblo y, justo, me alcanzó un furgón que me llevó de regreso a Puerto Aysén, donde conseguí cambiar mi boleto para adelantar la vuelta a Coyhaique.

 Mientras esperaba, busqué un local que me vendiera un café, para lo cual debí recorrer cuatro cuadras de ida y cuatro de regreso, obvio, con el vaso con un rico capuchino y unas galletas de cereal, que fue lo que encontré, mientras con una mano debía sujetarme el pantalón que se me bajaba a cada paso (jajaja).
Y aunque aquello resultaba muy incómodo, por otro lado, me alegraba pues podría ser signo de que había perdido un par de kilos. La otra explicación era que, por el hecho de ser de material elástico, éste se hubiera vencido (jajaja).
  Llegué a muy buena hora a la ciudad de operaciones y me dispuse a preparar para el viaje de los días siguientes.
    Cochrane y Caleta Tortel

  Este viaje resultó cansador, casi 8 horas de trayecto, más de 300 kms., principalmente de ripio, aunque en bastante buen estado (Carretera Austral, en mantención permanente), felizmente con un par de detenciones para ir al "pipi-room".
  Mis ojos se llenaron de nubes y de lluvia, se volvieron verdes por dentro y por fuera, acumulando cansancio y sueño, perdiendo la batalla antes de derramar ni una gota de sangre. Los recuerdos y las imágenes recientes se superpusieron formando un desordenado rompecabezas en mi cerebro, mientras me hundía en un sueño inquieto, mecido por los movimientos del vehículo al pasar por los baches del camino.  

  Un poco antes de 17 horas, día soleado, llegué a Cochrane, lugar donde había reservado habitación vía telefónica. Me encaminé con mi maleta a la dirección correspondiente, pero casi llegué al final del pueblo y no encontré el dichoso número. Por ahí metí al maleta en el barro, así que no había comenzado muy bien la aventura.

 Debí reandar camino y preguntar nuevamente y llamar a un par de números telefónicos (por suerte tenía señal allá) hasta que me indicaron la dirección, que no tenía nada que ver con la anterior. La regenta (parecía eso, jajaja) me envió a uno de sus locales y al día siguiente debía cambiarme a otro que estaba al frente. No quise hacer problemas: la diferencia era de 3 lukas (jeje) a lo conversado. Me gustó la habitación, bastante superior a la de Coyhaique aunque el valor era el mismo. Los baños, aunque compartidos, excelentes.
   Ya instalada, a recorrer, buscar pasaje para Tortel y alimentar el cuerpo. Llegué hasta un Mirador, donde, al estilo "Hollywood" se leía el nombre de Cochrane.
 Bajando de ese lugar encontré unos minibuses que ofrecían el servicio a Tortel y me llevaron a la oficina, donde, apenas-apenas y con mucha suerte, logré comprar el último pasaje que quedaba para el día siguiente.
 Aproveché de recorrer la Plaza Cochrane, muy bien mantenida. La Parroquia también me llamó la atención por su arquitectura.
 Encontré un local en el mismo sector, donde me serví un rico chacarero con café.
 

Luego, a seguir recorriendo, con tanta suerte, que llegué hasta un "Paseo Costanera" a orillas de un río o riachuelo. Me habría gustado conocer el Lago Cochrane, pero quedaba a 16 kms. y me habría demorado un poquito en llegar (jajaja). El recorrido me dio hambre y fui a otro local a servirme un trozo de tartaleta con café y luego, la última caminata antes que se obscurezca.
   Me acosté arropadita y contenta por lo nuevo a que había tenido acceso. Escuchando unos chamamés, leí un poco y luego me dispuse a dormir.
   Día martes: viaje a Caleta Tortel.



  Absolutamente ilusionada me fui al paradero del autobús, aunque antes, en una panadería cercana, pasé a comprar agua mineral, un café y un empolvado, para mi desayuno.
 La cantidad de kilómetros no es mucha entre ambas localidades (125 kms.), pero es camino de ripio y con muchisisímas subidas, bajadas y curvas. ¡Muy hermoso! 

Tuve la suerte que el número de mi pasaje no existía (era el 28 y los asientos llegaban hasta el 27, jajaja), de manera que ocupé el asiento contiguo al chofer. ¡Más afortunada no podía haber sido! Tenía todo el panorama por delante, en primera línea.
 Claro que cuando había descensos, ya me parecía irme de bruces. Tomé innumerables fotografías del Lago Esmeralda, Lago Chacabuco, del Río Baker y de muchas más corrientes de agua, así como de las nevadas montañas.

   El viaje demoró tres horas y yo ya me desesperaba, pues sabía que el regreso era a las 16 horas, lo que me daba un margen de algo más de 3 horas para conocer Tortel. Apenas descendí del minibús, a comprar pasaje e inmediatamente, luego de satisfacer una de las necesidades más básicas (jajaja), inicié mi recorrido por la Caleta.

   El lugar de llegada a esta localidad es una pequeña plaza, en el alto de la caleta, desde donde se observa, desde unos 80 a 100 metros, la bahía que conforman los Ríos Baker y Huemules, principalmente.
 Desde esa plaza, se accede al sector de pasarelas, bajando por escaleras que van uniendo como en una especie de árbol genealógico, las distintas viviendas con las escaleras principales.

 La vegetación alrededor de los peldaños es exuberante (helechos, arrayanes, nalcas, muchas plantas de mora alemana), mientras se escucha el sonido de las corrientes de agua (vertientes) que desde la altura discurren hacia la ensenada.
 Las viviendas se erigen sobre plataformas de madera, que, a su vez, se sostienen sobre pilotes del mismo material, algo parecido a los palafitos, con la diferencia que éstos no están sumergidos en el agua, lo que sí sucede con la Pasarela Costanera.
 El recorrido completo, del cual sólo se ve una parte menor desde el plano superior, continúa por más de cuatro kilómetros, hasta llegar a un sector de playa, donde ese día, en una construcción, especie de sede comunal, se estaba preparando una fiesta musical-bailable al aire libre.

 Cuando llegué a ese sector, atraída por la música que se escuchaba a cientos de metros, me encontré con una treintena de personas, especialmente jóvenes turistas, que ya estaban comenzando a animar su tarde. 

Aprovechando un pequeño puesto ambulante instalado allí,  compré un rico mote con huesillo para recuperar energías (¡y calorías, glups!). Pretendía no "perder tiempo" en almorzar, aunque en el recorrido realizado había visto varios restaurantes. Además, había otra razón: no me daban confianza de higiene. ¿Por qué digo esto? Les explico.  

Sin duda, Caleta Tortel es una localidad única en su tipo, extraordinaria la forma en que el hombre (y la mujer, jajaja) ha sabido acomodarse a la naturaleza y al entorno para su sobrevivencia y desarrollo. Y precisamente esta peculiaridad, la ha transformado en lugar digno de conocer y visitar. Sin embargo, le falta mucho para ser un lugar turístico. No hay tratamiento de aguas servidas, de manera que los residuos desaguan en el agua que la rodea y esto se nota, en el color del líquido y en el olor en ciertos lugares. Junto con ello, en esos especies de subterráneos que quedan en cada vivienda entre los pilotes y la plataforma, se acumulan objetos que más parecen desechos y basura que otra cosa. En algunos sectores aledaños a la pasarela se ven artefactos domésticos tirados (alguna máquina lavadora, refrigerador, congelador u otros) que son una muestra de que aún falta bastante para "blanquear" el lugar. Muchas embarcaciones en mal estado, abandonadas, con basura en su interior y alrededor. Sin duda, a los poco más de 500 habitantes no les interesa tanto embellecer su realidad, porque en el día a día son otras sus preocupaciones. 
Es lo más seguro, pero también es una tarea de las autoridades del sector gestionar para presentar una localidad más atractiva y más higiénica. En ese sentido, mi visión paradisíaca del lugar, se transformó en una visión real y cotidiana, verdadera, no de "boutique". 

  Frente a lo que vi, debí cambiar mi concepto de "Plaza", como sucedió cuando recorrimos parte de España. Mientras en general, en nuestro país, le llamamos "Plaza" a ese emplazamiento cuadrado, exagonal u octogonal, con equipamiento urbano, jardines, árboles y fuentes, en España era cada espacio, pavimentado generalmente, que quedaba entre calles, algunas veces con algún asiento.

 Aquí, en Tortel, las "Plazas" eran unos especies de Miradores cada cierta cantidad de metros de Pasarela, techados y con asientos, que permiten el descanso y la recreación. Todo, todo, construido de madera. ¡Muy bonitas!
   Al final, el tiempo de estadía fue el suficiente (sin almorzar). La subida hasta el sector del minibús fue un verdadero desafío y sacrificio. Fue fácil y entretenido bajar hasta la Pasarela Central, pero subir fue absolutamente cansador. El corazón me reclamaba a cada paso. ¡¡Ufff!! Llegué arriba con el tiempo suficiente para descansar y consumir 1000 cc del agua que había llevado.

  El viaje de regreso fue más rápido que el de ida y antes de las 19 horas estuvimos en Cochrane, donde conocí mi nueva habitación (un descenso en calidad en comparación con la anterior), para luego ir a alimentarme con otro chacarero, aunque en un restaurant de mejor ambiente y, paradójicamente, más económico. 
También fui a reconocer terreno del nuevo paradero del bus que me llevaría de regreso a Coyhaique, desde donde saldría a las 6,30 hrs. por lo que debería madrugar al día siguiente, pero que me permitiría tener la tarde casi completa para degustar esta última ciudad.
    De vuelta en Coyhaique

  Una vez allí, habiendo dejado mi equipaje en la hospedería, habiéndome aligerado de ropa (hacía calor), recorrí calles conocidas y busqué donde almorzar. 
Me di el gusto de buscar y re-buscar. Finalmente, ingresé a un local que había visto en más de un paseo de los días anteriores, donde me di el lujo de servirme una chuleta a lo pobre, con una copa de buen vino, acompañado todo de una ensalada surtida. Me lo comí todito. No estaba dispuesta a dejar nada, pues tenía su precio, nada menos que 20 euros. Además, tenía hambre y no iba a tomar once. El día anterior tampoco había almorzado (jajaja, a la hora de justificarnos, somos unos expertos). Otra caminata y al hostal, donde debí rendirme a Morfeo por unos momentos. En la tarde-noche, salí a respirar aire vespertino, para luego retirarme como una verdadera doncella, luego de contratar telefónicamente un tránsfer que me fuera a buscar al día siguiente, para llegar al Aeropuerto Balmaceda. 
  Mi vuelo era en la tarde, por lo que no puse despertador. ¡Casi paso de largo con respecto a la hora de entrega de la habitación! 
Una rápida ducha, arreglar equipaje, dejarlo encargado y patiperrear por la ciudad el resto de tiempo que me quedaba. Un capuchino con churros rellenos compré en un carrito y fui hasta la plaza a instalarme a degustar el desayuno y observar la vida pasar y rodearme.

  Estoy aquí, contemplándola, escuchando, respirando a todo pulmón. La sirena toca las doce y no termina su ulular cuando las campanas de la iglesia inician su tañido algo discordante entre sí pero con su ritmo interno. Algunas voces infantiles y la música que sale de un parlante completan el momento. Un momento único...
  
"Pienso en ti,
    compañera de mis días
    y del porvenir..."
El sonido del agua burbujeante de la fuente persiste y le gana la batalla a los otros sonidos. Me siento viva...

  Las horas transcurren tranquilas, gratas, energéticas. Un par de personas, separadamente en el tiempo, se sientan a mi lado. Conversamos: la primera, una funcionaria de una AFP, se detiene a descansar y fumar un cigarrillo. Conversamos algo. Luego, una argentina, un poco menos jovencita que yo, rubia ella, se sienta mientras espera a una compañera de viaje. Conversamos bastante. Resulta simpática. No me molesta compartir y departir. Mi dosis de soledad y tranquilidad está completa, así que no hay interferencias. 

 Llega la hora de ir a retirar mi equipaje, me despido. Camino bajo el sol hasta el hostal, retiro mi maleta, digo adiós y espero el tránsfer. 

Durante el trayecto a Balmaceda, tomo las últimas imágenes de la Patagonia. Diviso el Cerro Castillo, pero es en vano. 
No se deja ver. Pasé por su vera 6 veces y me dio vuelta la cara, protegido por las nubes. Por suerte, guardo imágenes del verano anterior, que sí pude deleitarme con  esa bella construcción de la naturaleza. Ya llegamos a Balmaceda. Es hora de dejar esta grata tierra, con sus numerosos cursos y afluentes de agua, su frondosa vegetación y su gente sencilla. Es hora de regresar a la capital y de allí a palacio.
  Hasta pronto.

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