Mañana de sábado, úúúltimo día de mi semana laboral, la que debió ser más descansada, pero terminó siendo muy desgastadora emocionalmente, ya saben ustedes por qué...
Me levanto temprano (6,45) a pesar de que debía salir de palacio a las 8,45 horas. Anoche, luego de 14 horas de clases, estaba muy cansada y dejé a medias un power, para terminarlo ahora en la mañana. La verdad, no me gusta encontrarme en esta situación, porque puede suceder que cualquier imponderable echa al tacho de la basura lo planificado y para mí resulta terrorífico tener que improvisar en esto de las clases. Es un tema de respeto por el otro y por mi trabajo, que no debiera ser producto de la improvisation. Creo que esto ya lo había comentado en alguna ocasión anterior, así que no me repetiré...(como otros, jajaja).
Apenas con un lapso de 15 minutos logro terminar el PPT, ¡grrr!... Tomo el café medio helado, dejo todo desordenado, pero no me puede faltar mi termo metálico, necesariamente lleno de café preparado, listo para calentar mi bello cuerpo durante la helada mañana en Rengo, bebida casi espirituosa para soportar con energía las seis horas de clases sabatinas.
Salgo casi disparada de casa. Ya llegaré en la tarde a ordenar aunque el día de hoy será un tanto distinto (¡bien distinto!). Para hoy en la noche está programada la Cena que la institución ofrece a todo el personal con motivo del Día del Profesor. Así que hay que hacerse el ánimo para aquello, porque de eso se trata, ¿no?
Cuando uno acepta ir a una actividad de este tipo o de carácter social o familiar, la idea es hacerlo con la mejor disposición posible. Uno no tiene derecho a amargarle la vida, el momento, la celebración, a los demás. Y si uno tiene una pena, siempre que sepa que es capaz de contenerla sin necesidad de fingir una alegría que no siente, puede compartir, distraerse o divertirse. Eso no significa que se quiere menos, que se añore menos, que no se respete la memoria de la ausencia definitiva.
Llego al Rodoviario donde debo tomar otro colectivo, esta vez yellow, para ir a Rengo. Curiosamente, todos los semáforos (para vuestra tranquilidad, ¡no me guiñan!), nueve en total, marcan ROJO en el trayecto, así que, casi al arribar a mi destino, le digo al chofer:
- ¡La suerte suya! (¡Y la mía!, pienso) ¡Todos los semáforos le tocaron en rojo!
Y allí llega la respuesta digna del bronce o de una exposición poética:
- ¡Ya sabrá la vida por qué me detiene...!
Me bajo del colectivo y me digo ¡Guau! ¡Qué bonito! ¡Qué actitud más positiva! etcetcetc.... ¡Ojalá todos tuvieran una respuesta así!
Recuerdo que cuando iba a mi trabajo anterior, la mayoría de estos seres oscuros y medio neuróticos, eran extremadamente negativos. Por ello, a pesar de los ocho años de haber usado la misma línea y que ya nos conocíamos, yo prefería no iniciar conversación con ellos.
- ¡Oh! ¡Bienvenida! ...Dime...
- No me parece tan positiva la actitud que refleja la respuesta.
- ¡¡¡¿Por que?!!!
- Pues deja en manos de la vida, del destino, del azar, por últmo, lo que le pueda pasar o sobrevenir... Me parece una actitud demasiado obsecuente...
- ¡Hummm! Tal vez tengas algo de razón...
- No "algo" de razón, ¡TODA la razón, jajaja.
- ¡Ufff! ¡No te subas "por el chorro"!
Y aunque así es (debo estar bajándola del "chorro" cada vez, jajaja), no deja de decir una gran verdad. La expresión de este señor implica una aceptación casi sumisa y resignada, aunque alegre y positiva, de lo que le va ocurriendo. Así y todo, no puedo afirmar que esta persona sea así, pues caería, sin duda, en una generalización equívoca.
Pese a que yo no tengo una actitud tan contemplativa y de aceptación incondicional, me sorprendió la frase, más en ese contexto, donde uno no espera escuchar algo distinto.
Al ingresar a Rodoviario, la vida cobró animación: había de todo para la venta, así como debe ser en La Vega de Santiago, aunque no la he visitado nunca. Muchas flores, locales de verdura, carne, alimentos varios, en proceso de apertura, gente desayunando en taburetes del mesón de algún pequeño puesto, engullendo sopaipillas (parecían ricas y calentitas), un indigente tirado en la baldosa pidiendo dinero, alguna persona leyendo el diario, unos ingresando (como yo) y otros saliendo.
Mirar hacia los lados tratando de captar las distintas actividades matutinas y sabatinas, me distrajo por unos momentos y fue demasiado tarde cuando vi que tres colectivos iban abandonando el sector, sin darme cuenta si alguno de ellos me servía. ¡En fin! ¡No pude decir lo mismo que el taxista unos minutos antes, jajaja!
Parece ser el día de las conversaciones con taxistas. Cuando ya íbamos a llegar a Rengo, una vez que los demás se bajaron (¡no sean mal pensados!), el chofer del colectivo comenzó a dialogar. Ahí me enteré que había vivido en "Sal si puedes" (jajaja, ¡el nombre de la localidad!) Y que volvería a radicar allá en unos años más; quería una vida más tranquila con su esposa (me enteré que era la segunda, jajaja; hay gente que habla de más).
Las clases se desarrollaron con normalidad en sus actividades y asistencia y, al finalizar, tuve la suerte de venirme en el auto con dos colegas. El conductor y dueño del vehículo andaba con hambre (como la mayoría de los jóvenes a su edad); estaba antojado de empanadas. Como no encontró local abierto en que vendieran en el trayecto de la salida de Rengo, se detuvo en la carretera y ahí, dimos cuenta, cada uno, de una enorme empanada bien caliente. ¡Diablos, la lengua me quedó escaldada! Era un ejemplar mixto: carne, pollo, queso, aceituna, huevo y harrrta cebolla, jajaja. Estaba rica sí. ¿Quién no encuentra rica una empanada a las 14,40 horas de un sábado, después de una mañana de trabajo?
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