Aquí estoy, en una fila interminable, asignada con el número 124. La parte buena es que hago la cola bajo la sombra de unos árboles, en medio de una plazuela con asientos. Claro que yo no estoy sentada. Están todos ocupados, pero no pierdo la esperanza que a medida que la cola se reduzca, yo vaya adquiriendo el derecho, por antigüedad, de posar mi humanidad, o más bien parte de ella, sobre un banco.
¿Por qué me encuentro en esta tesitura?
Ha sido toda una sorpresa para mí, nada de agradable debo añadir, encontrarme con que mi carnet de identidad no estaba en el lugar de costumbre. Por una de esas casualidades inexplicables, mientras me preparaba para salir a caminar y a vitrinear con destino Easy y Jumbo, al revisar con cuánto cash contaba para mi incursión en el mundo del retail, me di cuenta que la fundamental carta de presentación de mi existencia no se veía por ningún lado. Busqué, busqué, rebusqué, ¡nothing! Otra cartera, bolsillos de parcas, mesa del pc, ¡nada de nada!
Pensé en cuándo y cómo podía haber sucedido aquello, si siempre soy cuidadosa con mis documentos. Sin embargo, también es cierto que estos tiempos extraños e inusitados, han dado para todo. Cambié de portadocumentos dejando sólo el carnet y la tarjeta de débito, pues todo lo otro me resultaba innecesario en estas circunstancias que estamos viviendo. No uso tarjetas de crédito, así que sólo ellas dos debían acompañarme más el cash mínimo.
Tengo claro que los días en que estuvimos condenados a la cuarentena tenía mi carnet, pues lo pedían junto con el permiso temporal, así que lo ubicaba en la solapa del celular, para obrar con mayor rapidez a la hora de identificarme. Pero terminó la cuarentena el 3 de agosto y después regresé el documento a su lugar. Sé que estuvo allí. El problema es que no sé por cuánto tiempo más porque no me vi en la necesidad de usarlo. ¡Ah!, ahora que me acuerdo, debí usarlo cuando telefónicamente dejé de ser una Chica Wom y volví a Entel hace un mes (he estado en Entel no sé cuántas veces, jajaja, ya debo tenerlos mareados).
Traté de hacer memoria y reconstruir mis itinerarios pasados. Sin embargo, sabía que aquello no me llevaría a buen puerto, tampoco a uno malo. A ninguno, la verdad. La pérdida debía tener al menos unas dos semanas o tal vez una, porque no recuerdo haber visto la tarjeta de débito en soledad. Por ello, creo que perdí mi identidad en algún momento de estos últimos días, en que saqué mis documentos para pagar y el carnet se escapó del encierro y de una existencia casi sin sentido.
Todos esos pensamientos daban qué hacer a mis neuronas, mientras infructuosamente trataba de hallar la prueba de que soy una individua única e irrepetible (por suerte, dirán mis enemigos, jajaja) y no un producto creado en serie. Ante la esterilidad de mis esfuerzos, no me quedó otra alternativa que resignarme cristianamente.
Para demostrar al menos que mi existencia consta en algún plástico salido del sistema del registro nacional de identificación, me di a la tarea de buscar el anterior carnet por si acaso me detuvieran en el mundo real. ¡Lástima que venció el año 2014! En fin, algo es algo, pero viendo el vaso medio lleno, debo concluir como algo positivo que en él tengo 14 años menos, pues lo tramité el año 2006. Así, de un tirón, sin ningún tratamiento de cremas, pociones mágicas ni intervención quirúrgica, me veo con 14 años menos. ¡Viva!
Sé que puedo seguir viviendo sin carnet, eso no lo dudo. No respiro, no como, no camino, ni duermo con él o por su graciosa intercesión. Pero considerando mis maquiavélicos planes de emprender algún viaje interregional apenas las normas sanitarias lo permitan, requiero obligatoriamente del plástico. No basta con que yo tenga forma, consistencia y apariencia humana para que me consideren un ser con existencia e identidad, debo probarlo. Aquí me viene a la memoria Aniceto Hevia (en Hijo de ladrón) y su alegato acerca de su existencia sin que sea obligatorio para ello presentar un papel que dé fe de su ser-en-el-mundo.
Evalué la situación y llegué a la conclusión de que tenía dos caminos. Uno, concurrir a cada uno de los lugares y locales a los que he ido e ingresado en el último mes, lo que incluye también algunos puestos de vendedores ambulantes a los que acostumbro comprar verduras en busca del carnet perdido. Acaso tuviera más probabilidades de éxito que si buscaba una aguja en un pajar (por su tamaño y su forma, pienso), pero no había ninguna seguridad. Por tanto, debí optar por el camino más concreto y legal: concurrir a la oficina del Registro Civil.
Obvio que después de aquello mi caminata cambió de rumbo. Luego de peinarme con algo más de entusiasmo, echar en mi cartera un lápiz labial "porsiaca", dirigí mis pasos a la puerta de palacio y lo abandoné. Debía atender esta tarea con urgencia. Trámites de este tipo no son rápidos en nuestro país, de manera que debía ganar tiempo.
Así que aquí me tienen, con el número 124, ya sentada y a la sombra, escribiendo y cruzando los dedos, para que los números de atención vayan avanzando (van en el 50), luego de llevar una hora y media en este lugar paradisíaco. Quedan dos horas de funcionamiento de la oficina. Ojalá la suerte y la fuerza me acompañen y no deba madrugar mañana y volver. En todo caso, si así sucediera, estoy completamente asumida. Después de este paso, sólo me quedará esperar a recuperar mi identidad legal y oficial, porque la otra, la emocional, la tengo, de lo cual no me cabe ninguna duda.
El sonido de la sirena ha avisado que ya es mediodía, un mediodía totalmente diferente para mí, interesante e inmersa en el mundo real.
La hora sigue pasando. No he escuchado un nuevo llamado de atención. Me está dando sed y hambre. Cerca, en el centro de la plazuela, hay un par de puestos de venta de alimentos. Me llega el olor a fritura y pienso, en forma masoquista, en unas ricas empanadas caldúas. ¡Mmm! ¡Resignación! Peor es en la guerra... y en África...
Siendo las 14,30 me siento frente a la funcionaria que me atenderá. Lo primero, pagar el costo del documento. Lo segundo, optar por mantener la fotografía anterior o actualizarla. Y justo en el momento de elegir, cavo mi propia tumba. Yo juraba, dentro de toda mi ingenuidad a pesar de los años, que los seis años transcurridos del anterior trámite, pudieron mejorar en algo lo que la biología no se dignó a hacer desde el principio. Olvidé los estragos de la pandemia y de los calendarios.
Ahora estoy tan deprimida que hasta mi almuerzo me "supo" a nada. Pienso en la pintura mural que había en la sala de espera y creo que era premonitoria. Debí atender las señales. Creo que no saldré más de palacio, excepto para ir a retirar el dichoso documento y al llegar acá, quemarlo...o cambiar la foto. O mejor, dibujarle una mascarilla. Mientras menos me vea, mejor, jajaja. Así que a hacer desaparecer los espejos o sólo mirarme una vez tenga puesta la protección. La otra posibilidad es comprarme una máscara completa. Lo pensaré y les cuento. ¡Hasta pronto!
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