jueves, 18 de julio de 2019

Entre desierto y montañas...

    Cuando, instalada en la oficina de tours, me enteraba de que sí había un viaje programado en una fecha anterior al término de mi estadía en Copiapó, me entusiasmé como una adolescente, pero luego decayó este interés, al darme cuenta que  buena parte del recorrido inicial ya lo había realizado el año 2017. Se trataba de ir a un Salar -el de Pedernales- y a una Laguna Congelada, principalmente,  aunque por la vía de las ciudades de Chañaral  y Diego de Almagro (antiguamente denominado "Pueblo Hundido") y eso a mí no me bastaba. Se me había puesto, "entre ceja y ceja", visitar el Salar de Maricunga, que quedaba más al sur que el anterior y más cercano a la Cordillera de Los Andes. Había oído hablar de él y quería conocerlo. Vista mi postura, el encargado se comprometió a buscar la alternativa que me satisficiera. 
   Cuando me llamó esa noche, el itinerario inicial seguía siendo el mismo, pero el regreso había sido modificado, de manera que se pudiera pasar por el salar de mi preferencia, siempre que las condiciones lo permitieran, se me advirtió. En vista del esfuerzo, acepté participar aunque no tan convencida. No había ningún otro tour, de manera que hacía aquél o ninguno. Claro que no era nada de barato.
   Ya con programa uno de los días que me quedaban, me dediqué a decidir los otros, uno en la misma ciudad y el otro fuera de ella.  Esa misma tarde, me trasladé a Nantoco (exclusivamente a fotografiar la hermosa y antigua iglesia vista el día del eclipse) y a Tierra Amarilla
   Mis últimos días se enriquecieron con la romántica visita al Cementerio local, invitación gratuita que me sorprendió y que creí era habitual para terminar de convencer. Sólo al finalizar el sábado conocería la razón, inimaginable, de esa invitación.
   Y llegó el gran día, sábado 06,00 hrs. Me pasaron a buscar Roberto, el guía, e Irma , profesora de Turismo Aventura en Sto. Tomás. El tour se realizaría en dos camionetas 4x4, con un guía por vehículo, a la vez conductores. María Teresa, una jovencita como yo, fue la tercera pasajera antes de iniciar el viaje. 
   Fuimos viendo el amanecer mientras nos acercábamos a la localidad de Diego de Almagro, donde se recogió a Aldo, en nuestro caso. Ya era de día y hacía mucho frío. 
El lugar estaba como lo recordaba, con su bello paseo en la Avda. principal, construido luego del último aluvión (2017),  pues fue víctima "privilegiada" de éste (al igual de Chañaral, Tierra Amarilla, Paipote y Copiapó). 
   Después de dejar Diego de..., comenzamos a transitar por un trayecto desconocido para mí, aunque con similares características: arena, dunas, distintas cadenas montañosas de coloridos diversos, casi como pintados, uno de los  mágicos encantos del desierto y del altiplano. 
La paleta de colores se mueve entre los distintos tonos de café, verde, blanco, hasta granates y morados, según la composición terrestre o mineral del lugar, mientras que en los atardeceres, el sol transforma en doradas muchas de las cumbres.   
Fueron doce horas de experiencia y aprendizaje en el territorio de la Región de Atacama, que contempló un desayuno a más de dos mil metros de altura, después de pasar cerca de Potrerillos y ver desde el camino los camiones que iban subiendo rumbo a El Salvador, como insectos "agarrados" a la montaña. 
También vimos en forma reiterada los trozos destruidos de la línea férrea por efectos de los aluviones, más algunos restos de lo que habían sido  viviendas, fábricas abandonadas, estación de trenes en desuso en la pequeña localidad de Llanta, ubicada a 31 kms. de Diego ... y que resultara arrasada también durante las últimas catástrofes climáticas.
    Nos detuvimos en las cercanías de un  tambo de origen coya, aunque no compartimos con ellos.  Hasta el improvisado campamento llegaba el "cauce" (un hilo de agua para los que somos de raigambre sureña) del Río de Agua Dulce, que en un sector cercano se une al Río Salado.  
Luego de un opíparo y reconfortante desayuno, nos fuimos a  caminar por los Saltos de agua de la Quebrada de Agua Dulce, viendo en el trayecto los blanquecinos cadáveres de grandes árboles que fueron arrastrados quebrada abajo. 
    Nuestra siguiente detención  fue en el Mirador de Montandón, a 3564 msnm. hasta donde ascendimos por un tramo de varios kilómetros. Ya en el Mirador , observamos desde lo alto las angostas líneas del camino subido, los diferentes cordones montañosos, desde los más cercanos a los casi imprecisos y fantasmales de tan lejanos. 
Personalmente, aproveché la ocasión de seguir recolectando algunas muestras de piedras de distinto y bello colorido, aún estando consciente que, al llegar a Rancagua, más de alguna se iría a la basura, pues el brillo  y la magia la habría abandonado. Álvaro Rojas, el otro guía, al parecer dándose cuenta de mi interés por la geología, se acercó mostrándome un ejemplar de pirolusita, cuya característica es contener en su interior una especie de dendritas, fácilmente confundibles con hojas fósiles. ¡Un aprendizaje más!
  (Reflexionando al respecto, creo que a estos pequeños trozos de realidad, les sucede un poco lo mismo que a las personas, plantas u otros seres vivos, que cuando los cambiamos de hábitat pierden su brillo y energía vital. Y aún sabiéndolo, algunos seguimos queriendo "apoderarnos" de su belleza inasible, como si teniéndolas con nosotros, pudiéramos incorporar en nosotros esa belleza). 
 Una vez bien ventilados en el Mirador,  nos dirigimos al 
Salar Pedernales (3350 msnm.), belleza natural que distinguimos desde lejos al mirar desde la altura. También desde distancia vimos, al pasar, el Volcán doña Inés, nombre en honor a nuestra conocida Inés de Suárez.
 Miramos desde las cercanías el blanco paisaje del Salar, que a ratos, debido al viento reinante, levantaba pequeñas rachas de sal vistas desde nuestro sitio de observación, con el cauce  de un río en su interior, quebrando la blanca superficie como una herida sangrante. Los flamencos estaban ausentes; no era la época de su estadía en el salado territorio.
 Al otro lado del camino, estaban las ruinas de una mina de Bórax que había existido en la zona, en la actualidad abandonada. Se había instalado en 1914 con capitales ingleses. 
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   Para llegar hasta la Cascada Congelada del Río Juncal atravesamos kilómetros de terreno altiplánico, en que tuvimos la suerte de observar más de una manada de vicuñas, alimentándose del duro coirón, mientras nos observaban de reojo. El terreno se hizo más abrupto y el paso obligado fue por medio del cauce fluvial.
 El viento, dueño del lugar, nos traspasaba la ropa. Ahí comprendimos el por qué debíamos llevar bastante ropa de abrigo. Debimos recurrir a los guantes necesariamente para contrarrestar los pocos grados de temperatura. Primero nos dejamos asombrar por los carámbanos de la cascada desde la parte superior. 
Cada cual trataba de obtener más fotografías, en distintas poses, lo más cercanas posibles, con riesgo incluso de caer sobre el agua, hielo y rocas distantes 5 metros más abajo. Grabé unos segundos de vídeo del sonido del agua (pues no toda estaba en estado sólido) pero fue imposible hacerlo sin  humanos. Un rato después, más abrigados por instrucción de nuestros guías, bajamos a la base del Río y Cascada. ¡Hermosísimo lugar y fenómeno natural, nunca visto por mis eyes! Fue el sector ideal para otra sesión de fotografías. 
    Al regresar a los vehículos, nos servimos varios sorbos de café caliente, que nos reconfortaron sobremanera, además de unas rebanadas de queque y algún otro alimento, dependiendo de los gustos.  
 Luego de tener un par de paradas técnicas (jajaja, así se denominaba a la necesidad natural de orinar), que aprovechamos también para obtener bellas imágenes del altiplano amarillento de plantas de coirón y  de unas formas rocosas llamadas "penitentes", nos dirigimos al Salar de Maricunga.
    Aquí debo hacer un alto para comentar una anécdota, a la vez divertida y triste. En una de las detenciones, al intentar bajarme de la camioneta me enredé en mi mochila, teniendo como resultante una aparatosa caída a tierra, con tanta suerte que no sufrí ningún daño pues mi "aterrizaje" fue sobre una planta típica de la zona,  con bastantes espinas pero que, en lugar de hacerme daño, amortiguaron el golpe. Incluso me di el "lujo" de decir, ante el asombro de uno de mis compañeros, que no me había caído, sino que me gustaba sacar fotos en esa postura (jajaja). Me levanté con rapidez y me sacudí lo mejor que pude, continuando con mi actividad turística. Sin embargo, no me di cuenta que, en el momento en que probablemente limpié el polvo de mi ropa, el anillo de mi diestra salió despedido de su lugar, pues me estaba quedando suelto. Sólo un buen rato después, a kilómetros del lugar, me cercioré que me faltaba el anillo, un recuerdo de mi madre. A pesar de buscar en el asiento y en la mochila "porsiaca",  la joya no apareció. Por tanto, debí resignarme a su pérdida y sublimar la situación: algo de mi madre quedaba en el desierto, alcanzando un nuevo sentido. Yo, ya lo había tenido el tiempo necesario; era hora que ese dorado recuerdo fuera a otro sitio.
   El Salar de Maricunga fue todo un espectáculo: nos adentramos en él unos cuantos metros, caminando sobre su suelo blanco y salino.
   Caminar en un salar es una sensación extraordinaria. Aquello de  sentir el crujido de la capa de sal romperse bajo los pies y deslizarse como en la nada blanca, creo que es lo más cercano a enfrentarse a la soledad y a una realidad paralela en su sentido más puro, siempre que uno  lo haga a solas y en silencio. Ahora que lo pienso, era eso por lo que yo quería ir hasta ese salar: en busca de esa sensación, necesaria para recomponer mi alma (si la tengo...o como se llame). Algo de ello percibí aquella vez que nos sentimos "abandonadas" en el Salar de Atacama, cercano a San Pedro, con la diferencia que allí, la costra salina es más gruesa.   
En el lugar, en dirección al Paso Fronterizo San Francisco, a poca distancia del salar, se yergue un cerro piramidal formando parte del mismo terreno, que le da una especial característica al paisaje... Antes de abandonar el sector, cercanos a las 17 horas, nos sacamos una foto grupal.  
   El día ya empezaba a declinar mientras nosotros íbamos descendiendo, disfrutando de la cordillera con pinceladas de nieve e hielo en su falda. Un paisaje realmente majestuoso. 
  Llegamos ya de noche a Copiapó, aunque sólo eran las 19 horas. Antes de terminar el viaje, Roberto Vergara, el guía,  hace una confesión en voz alta. Señala que había participado en él sólo por mí. ¡Jajaja!, me reí, aunque para mis adentros ¡quedé estupefacta! "¡Y a éste que le dio para decir aquello!", pensé. No íbamos solos (jajaja). Pero con la explicación se aclaró su inesperada "declaración". Contó que me había visto en la entrevista de TV y que reconoció en mí a una amiga de su madre, por lo que pidió participar del tour y solicitó que me invitaron al del Cementerio. Al hablar posteriormente con su madre se enteró que la amiga se llamaba Laura y él se había equivocado (¡suerte la mía!). Así que eso explicaba todo. 
    Debo agregar que no es primera vez que alguien me dice "me parece que yo la he visto antes". Esto me confirma que hay más Mauis en este mundo, "pululando" por allí, para confundir a la gente. En fin, constato definitivamente que no soy una belleza especial y diferente, sino muy  corriente y repetida (jajaja)
   (Entre paréntesis, les cuento que, cuando estaba en el proceso de averiguación de tours, llegó hasta la oficina un equipo de la TV Regional a realizar un despacho para el Noticiero y como yo era la única cliente en ese momento, me pidieron entrevista, a lo que accedí. Total, pensé, nadie de mis conocidos me va a ver, jajaja. Pero me vio Roberto y se confundió, de lo que yo obtuve provecho sin saberlo. ¡Qué cosas, no!).   
Maravilloso tour, del cual aún conservo la piel del rostro quemada por el sol y el frío de la montaña. Espero recuperar mi tono habitual de invierno, mientras permanezco estos días en palacio, paseando por mi jardín, donde llegan sólo algunos gratos rayos de sol estacional, a unos 10 msnm. ¡¡Arrivederci!!

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