lunes, 11 de septiembre de 2017

Madrugando...

Madrugando...  
   Madrugar en sábado, considerando que es uno de  mis días de descanso, no es muy grato, especialmente si es a las 6,30 hrs.  No obstante, la ocasión lo ameritaba.  
 Hace mucho tiempo que tenía ganas de participar en este viaje y , al comienzo de esta  semana,  me encontré en Facebook el aviso de una salida para este sábado 9. ¡Eureka!, me dije, cual Einstein.  No había descubierto la Ley de la Relatividad, pero sí estaba en condiciones anímicas y pecuniarias para emprender una aventura simple y sencilla: realizar un viaje en el Tren del Recuerdo. ¡Más rápida que la  Superwoman, me introduje en mi smartphone y averigüé lo esencial: costo, horario,  disponibilidad de asientos. Conclusión: ¡todo calzaba! Sin pensarlo más,  compré un boleto, eligiendo al azar el número del asiento pues no entendí, en el esquema presentado,  si era pasillo o ventana. En fin, me dije, si me toca pasillo me pondré de pie para observar el paisaje y tomar fotografías.  El único sacrificio sería levantarme temprano el mismo día pues debería trasladarme desde Rancagua a Santiago, llegar a la Estación Central, desde donde partiría el tren a las 9,45 hrs. El día viernes no podía viajar por dos razones: mi jornada laboral terminaba tarde y luego estaba  planificada la actividad dieciochera del personal de la institución a la que acostumbro asistir.  Así que, salvo el esfuerzo de madrugar, no tendría dificultades para asistir a todas las actividades.  

Pronóstico poco halagüeño...
  El viernes no pareció día pre-primaveral. ¡Estuvo heladísimo! Precisamente me retiré temprano de la celebración porque, además de   cansada, estaba congelada. Junto con ello había tenido un problema no  menor en el trabajo, de forma que el ánimo no era el   mejor. En todo  caso, modestamente, pienso que mi actuación estuvo insuperable, aunque es posible que pueda estar pecando de soberbia (algún pecadillo que tenga,  ¿no?, ¡Jajaja! ).  Primera vez en mi vida que argumento todo, sólida y contundentemente,  diciendo más encima la última palabra . Tal  vez aquello signifique la no  contratación el próximo año, pero ya no sería algo de vida o muerte. Felizmente en mi vida, las piezas del puzzle se han ido acomodando y sé que ya no me veré obligada a trabajar el 2018 si así lo quisiera, lo que hace  una tremenda  diferencia con respecto al año actual. 
    Me fui a acostar apenas llegué a palacio esa noche, pero en lugar de dormir me entusiasmé con un documental del 11 septiembre de 2001, enteråndome de algunos aspectos desconocidos. Luego me dormí como un saco de patatas, para despertar el sábado de madrugada. Sólo de mirar a través de la ventana me dio escalofríos.  Todo estaba gris y se anunciaba lluvia.  Resignada cristianamente (jiji) me levanté y preparé rápidamente, yéndome al Terminal de buses bien abrigada. Llegué a muy buena hora a Santiago y  me dirigí inmediatamente a Estación  Central.  Ya allí, luego de averiguar dónde debería abordar el tren, partí,  como una adicta, a buscar un capuchino.  
Inicio del viaje
   El vagón F era mi ubicación, el más económico,  jajaja.  Número 60, mi asiento. Feliz  como una perdiz me di cuenta que me  correspondía ventana, así que no tendría problemas para mirar ni fotografiar. 
    Apenas se dio inicio al viaje, se presentó el Cicerone de la actividad. Tenía un gran parecido a don Arturo Prat,  pero algo esmirriado.  Con ropa dieciochera, una azafata de unos cuantos años (parecíamos pertenecer al mismo club ) fue repartiendo cajitas con sándwiches,  un alfajor y, en la tercera pasada, café,  que para tomárselo había que esperar la cuarta pasada, en que un huaso campesino, provisto de un gran termo, surtía de agua caliente. En fin... Gusté  sólo mi café, pues no tenía hambre. Una vez que revisaron los pasajes, recorrí el tren, haciendo la comparación entre un carro y otro. Todos los demás eran más elegantes. Debo señalar, eso sí, que no me dio ninguna envidia,  pues lo más relevante (ir sin compañía,  jajaja) se me había cumplido. 
 En el resto del tiempo que duró el viaje, hice tres cosas  : disfrutar del paisaje, tomar fotografías y participar en la presentación de un  artista popular, que con su guitarra, nos entretuvo un buen rato.  
 Gocé del paisaje, reconocí muchas plantas, arbustos y árboles que formaron parte del conocimiento botánico de mi infancia. Vi numerosos  campos con yuyo florido que coloreaban el trayecto. Muchas hectáreas,  especialmente a orillas de la línea férrea,  con abundancia de unas matas parecidas al cardo, aunque no podía asegurar que fuera aquello.

Luego de escucharle a alguien hablar de "pencas", me acordé que de esa planta se prepara una ensalada que venden en las ferias. También divisé muchas matas de quila (de la cual se extrae el colihue), pinos eucaliptus, hualles y otra serie de especímenes arbóreos...Pero también vi mucha basura y pensé "¡Puchas, que somos cochinos!". Había desde bolsas de basura domiciliaria desparramadas hasta colchones, pasando por neumáticos, cajones, tarros, etc. A ello, si se agrega que, en la actualidad, las casas cercanas a la vía férrea, tienen su frontis orientado a la carretera, ofreciendo sus patios como panorama a los pasajeros de los escasos trenes que pasan, la vista no es precisamente edénica. Los patios, que no son precisamente una muestra de limpieza y orden, más bien constituyen verdaderos trasteros (de "traste") en que está acumulado todo lo inservible... No obstante, en honor de la verdad, también vi pasar -o vi al pasar, más bien, jajaja- poblaciones muy ordenadas y con áreas verdes cuidadas...
¡Llegando...!
    Pasadas las 13 horas llegamos a San Antonio. Lo reconocí inmediatamente. Hacía unos 9 años había ido por primera y única vez, para una celebración del Día del Profesor. 
    El tren se detuvo frente al Mall del puerto, de manera que no había cómo perderse. De allí, me fui a recorrer el Paseo Costanera (imagino que se llamará así) y a vitrinear en cada uno de los puestos.
  Fui también al sector del Mercado pesquero o Caleta y los olores propios de estos lugares invadieron mis glándulas olfativas. Pronto, la caminata se hizo difícil entre tanto joven o señorita ofreciendo almuerzo en éste u otro restaurante. No tenía hambre así que me dirigí en dirección contraria. 
Caminé con toda calma, tomé varias fotografías, regresé por el paseo y dirigí mis pasos al primer restaurante que apareció ante mi vista. Instalada en el segundo piso, con vista al mar, di cuenta de una merluza frita con acompañamiento, acompañada, por supuesto, de una botellita de vino blanco, que no pude terminar de beber. Era mucho en tan poco rato. Me fui a caminar nuevamente, esta vez con la idea de instalarme frente al mar y disfrutar de los sonidos, de los rayos del sol y de ser una más en ese punto del globo.    
En mi recorrido, además de ver al doble de Raphael, de frondoso cabello colorín, vi un señor ya pasados los 60 seguramente, de cabellera blanca y larga, con un cintillo en la frente, al estilo hippie, que con su guitarra eléctrica rememoraba melodías de los 60 y 70. 
Derribando murallas...
  "Para hacer esta muralla,
tráiganme todas las manos, 
los negros, sus manos negras
los blancos, sus blancas manos"  
No eran los únicos artistas cantando frente al mar. También había un hombre de unos 40 años, minusválido (en lugar de brazos tenía muñones). Con uno de los apéndices  que tenía,  digitaba el fondo orquestal de las canciones que iba interpretando, con muy buena voz. Me quedé en ese sector, escuchando el sonido del mar y la voz y canciones de ese artista. Estuve unos 50 minutos en el lugar, aporté y vi aportar a numerosas personas. El artista cantaba muy bien, lo que logré captar a través de un par de grabaciones, en las que, aunque yo estaba frente al mar y sólo lo enfoqué en una ocasión, se puede captar su quehacer. 
   Aún no terminaba de cantar cuando debí acercarme al tren. Ya eran las 17 horas y en unos minutos más se iniciaba el viaje de retorno. Fue, sin duda, uno de los hitos destacados del viaje. 
En síntesis...
  Fue una actividad que valió la pena. Me regalé un tiempo precioso para no hacer más que observar, reconocer, apreciar, degustar, recordar, mirar y escuchar el mar, estando rodeada de gente desconocida. Volví a Santiago ese día y al siguiente, a Rancagua, más descansada, emocionalmente formateada...

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