Después de agregarle algo más de agua a mi taza de café (estaba muy cargado y amargo), de revisar la olla en que se cuecen las alcachofas, me vuelvo a sentar en mi sillón-mecedora, el único que ocupo. Los otros, del living, parecieran estar de adorno y en permanente espera de que algún ser humano les dé sentido a sus vidas (suele pasar con las cosas y las personas). De mí ya no esperan nada. Mejor; deben asumir su inutilidad casi perpetua. Sólo unos muñecos y peluches, unos libros y tejidos permanecen sobre ellos, degradándolos. Eso piensan ellos, creo. Regreso. Me centro... Hace días -y noches, debo agregar- sueño (en el sentido de 'deseo, anhelo') con cielos estrellados. Quisiera encargar a alguien que pinte uno en el cielo raso de mi habitación. Este sueño-deseo ha ido ganando espacio en mis pensamientos y estoy segura que pronto me abocaré a averiguar si existe alguien en la ciudad con suficiente talento como para hacer realidad mi anhelo. Sucede que duermo como los dioses (asumiendo que ellos duermen) mientras mayor oscuridad hay en la habitación. Lo he comprobado en lugares que he pernoctado, especialmente en la madre-tierra, donde algunas casas tienen postigos, cortinas blackout o persianas exteriores. Dormir allí, envuelta por la oscuridad es una delicia. Así debe sentirse en el espacio sideral rodeada de la oscuridad cósmica, con pequeños puntos de luz lejana.
Esto del gusto por el cielo nocturno no es un capricho de esta temporada. Durante la infancia sentí una atracción casi obsesiva por los astros llevada por el pensamiento mágico tan propio de esa etapa, en que a la maravilla incomprensible de las estrellas 🌟 y la luna 🌛 sosteniéndose en el firmamento se unía el temor casi cerval a que se cayeran sobre nosotros el día menos pensado, terror que se reprodujo en más de una pesadilla de la que desperté aliviada viendo que el mundo seguía igual que siempre. Esta fascinación por el universo se fue haciendo más racional y objetiva mientras hojeaba y leía al respecto en los fascículos de la Enciclopedia Estudiantil Codex que mi padre nos compraba cada mes para nuestro aprendizaje. Me parece estar viendo a la niña de 8 a 10 años que fui, dando vueltas, con sumo cuidado, las coloridas páginas de aquellos depósitos del conocimiento. A través de ellas aprendí los fundamentos básicos de astronomía, de la aparición en la Tierra de la especie humana y su evolución (¿?), del mundo de los romanos, de los griegos, egipcios y fenicios, de los grandes filósofos de la Antigüedad, de los peligrosos viajes del hombre por el mar y de sus descubrimientos, de las enormes y complejas máquinas de guerra creadas por el hombre (seguro por allí estuvo Arquímedes aunque no lo recuerdo), del cuerpo humano, de las Matemáticas y tantas cosas más. No había un televisor pero estaban esas enciclopedias, que iluminaron con más intensidad los días de invierno.
Ya adolescente la inquietud se trasladó a la búsqueda de posibles respuestas, lo que dio paso a la nutrida lectura de novelas de ciencia ficción, al asombro con las "locas" ideas de Bradbury y sus libros y casas parlantes, absoluta realidad en el día de hoy. Como todo tiene su fin, llegó el momento del aterrizaje forzoso. Había que estudiar en serio, interesarse por el futuro y aplicarse en materias más concretas, toda vez que no iba a ser astrónoma ni astronauta. De todas maneras, seguí "soñando": con los mundos ficticios de las novelas de los escritores de todos los tiempos y con el empeño de transmitir ese gusto en los alumnos a mi cargo. Debo decir que fue una misión con algunos logros, pero menos de los ambicionados. Así y todo disfruté en su mayoría todo lo que duró esta misión casi imposible.
Desde que soy dueña de mi tiempo, he vuelto a las andadas. No todo ha sido desear sin cumplir. He podido observar otros cielos: los del norte varias veces, sólo con mis ojos y también a través de un telescopio. Ver la Vía Láctea en todo sus esplendor, aprender en terreno de las estrellas enanas, de las supernovas, de la Luna, ha sido como para repetirlo. He sentido en la piel el frío de la ausencia del sol por intercesión de la Luna en pleno día en Copiapó. Aún me falta mucho. Más de una vez se me ha pasado por la mente la loca idea de comprar un poderoso telescopio que me permita viajar a las estrellas y elevarme un poco del suelo al que estoy condenada... En la Isla Apiao, en enero pasado, compartí con unas entrañables amigas la inmensidad de una noche estrellada, limpia, sureña, nuestra. Por unos minutos, el cielo nos envolvió en su oscuridad y su música hecha de silencio. Deseé pertenecer, elevarme, diluirme...
Mientras sueño posibles casi imposibles, me abrigo con la "Noche estrellada" de Van Gogh, transformada en chal o echarpe, traído desde Siracusa, que hoy me acompaña y abriga del relente. ¡Quién sabe si acaso cuando morimos sí podemos elevarnos e integrarnos al todo que nos rodea!
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