viernes, 23 de abril de 2021

Otoñal...

 

   Hoy no salí  a caminar. El día no invitaba a aquello a primera hora, tampoco ahora, en la jornada de la tarde. Helado, brumoso, otoñal. No me gustan estos días. Todo lo pintan de grisáceo y lo llenan de melancolía, esa tristeza que se arrastra sigilosamente, como un felino, y se introduce en la piel, lo quieras o no. No es fácil luchar con la decadencia otoñal, aunque tampoco se puede dejar de reconocer que aporta su encanto a la vida, lo que se trasunta en obras plásticas bellísimas, en alguna pieza musical ad hoc o en imágenes maravillosas. Creo que las fotografías otoñales más hermosas  las he captado en el viejo continente, en Madrid, en el Parque del Retiro, en las cercanías del Templo de Debod y otros espacios como aquéllos, en los que la magia del otoño se hace presente con especial dedicación. 

   A propósito del otoño y del Día del Libro, hay un texto que para mí representa el epítome de esta estación: Platero y yo. Está claro que su escenario no es sólo el período otoñal; al contrario, son las cuatro estaciones las que asoman entre los recuerdos del hablante, pero leyendo sus páginas descubrí por primera vez, en mi inexperto oficio de hablante, la palabra 'gualda' asociada a las hojas amarillentas que caen en otoño. Cuando este libro llegó a mi poder marcó un verdadero hito en mi vida: fue el primero comprado expresamente para mí. Debo haber tenido unos 12 años. Se transformó en el inicio de mi biblioteca particular. Debo aclarar de inmediato que no fue el primer libro que leí. Siempre me gustaron los libros. Recuerdo como uno de mis primeros cuentos leídos uno cuyo protagonista era un lorito, llamado Perico (no sé ahora si era su nombre propio o correspondía a su denominación genérica). La cosa es que lo recibí como regalo de mis padres al terminar mi primer año básico, ya habiendo aprendido a leer, lo que ansiaba con pasión, para poder desentrañar lo que decían otros libros, algunos de los que tenía mi hermana mayor, como Alí Babá y sus cuarenta ladrones o La bella durmiente.

   Mientras fuimos pequeños hubo algunos libros de cuentos de regalo pero no más que eso, pues mis padres prefirieron invertir en la Enciclopedia Estudiantil Codex, que sería de utilidad para todos y de la que cada mes traían un fascículo cuando iban a la "gran" ciudad, 😂. Todos (los tres mayores y únicos por esos años) disfrutábamos de las imágenes y de la información que nos entregaba cada número de la enciclopedia. Por eso menciono a Platero y yo como un hito, porque fue mi primer libro personal, aunque ya había leído otros libros de la biblioteca escolar. Y a pesar de que no es un libro para niños, me gustó y lo entendí a grosoo modo. Posteriormente, vinieron La buena tierra de Pearl Buck (que me abrió los ojos a un mundo desconocido) y Palomita Blanca, de creación chilensis. Esta última adquisición  fue con dinero que yo misma junté -recuerdo- y que invertí gustosamente en el texto, pues se había transformado en todo un boom de ventas en nuestro pequeño país. Fue un año antes de terminar enseñanza media (1971)   

    Por la relación que hago pareciera no haber sido mucha mi lectura, pero es una falsa percepción. Los libros no eran económicos en ese tiempo (tampoco lo son ahora), así que yo hacía uso de todas mis redes y contactos cuando quería leer algo fuera del programa de la asignatura de Castellano. El sistema de ese tiempo establecía un libro de asignatura que contemplaba las lecturas básicas del plan de estudios y quien podía comprarlo lo tenía todo en uno. No siempre nuestros padres pudieron comprarnos los textos de estudio (ya éramos seis hijos a esa altura), pero no era difícil conseguirlos. Para lo extracurricular, en mi caso, tenía la biblioteca liceana durante el año escolar, la biblioteca municipal en vacaciones de verano y a mi profesora de Castellano en vacaciones también. Además de los libros "serios", hubo un destacado lugar en nuestras preferencias para la subliteratura, abundante en casa y material de intercambio a cargo de mis hermanos menores, que casi a diario recorrían un par de locales de la "pobla" intercambiando revistas y novelillas, de variado rubro (y de dudoso valor literario, agrego): románticas, de cowboy, de ciencia ficción y más de alguna policial -las menos-. Todos leíamos, desde mi padre, pasando por mi madre  hasta llegar a mis hermanos y a la que escribe.

  Ya en la universidad, independiente de la estación anual (para no olvidar que comencé hablando del otoño, 😅), la lectura obligatoria, de textos teóricos y literarios dejaban escaso tiempo para la lectura personal, aunque algo se podía hacer. Durante esa etapa mi biblioteca comenzó a tomar forma. En la ciudad de Valdivia había varias librerías y en ocasiones encontrábamos más de una oferta. Otras veces, aunque no fuera tan económico, nos veíamos en la obligación de comprar algún libro porque no era fácil conseguirlo en biblioteca y teníamos plazos acotados para la lectura, que se transformaba en contenido de pruebas en diversas cátedras.   

  Una vez que empecé a trabajar mi biblioteca pudo comenzar a considerarse, con toda propiedad, de esa manera, sin vergüenza. No siempre logré leer todo lo que compraba durante el año escolar, pero la entretención de las vacaciones estaba asegurada. Con ello también logré incentivar a mis hermanos menores, que usufructuaron de mis libros para alegría mía. En el aula, mientras tanto, una de mis tareas cotidianas era tratar de guiar a mis alumnos en esta actividad. Tal vez una de mis más reacias alumnas fue mi hija, jajaja (en casa de herrero...). Cuando niña, se entretenía tardes enteras con sus colecciones de cuentos y relatos, pero aquello no perduró en la adolescencia, etapa en la cual la tecnología ganó la partida y aseguró su triunfo al elegir estudios superiores en dicho ámbito. A esas alturas no había nada qué hacer. Sin embargo, uno de mis recuerdos más preciados corresponde precisamente al año 2011, cuando Mirella leía en voz alta, sentada en la alfombra, El caballero de la armadura oxidada, mientras yo cocinaba y la escuchaba, pues hasta esa fecha no había leído aquel libro. 

    Hace años que dejé de comprar libros (unos 11) cuando adquirí mi primer kindle, ese invento maravilloso que había anunciado Bradbury en sus cuentos. Ahora sólo leo en pantalla aunque la sensación de tocar las páginas, de oler la mezcla de papel y tinta, de poder destacar algún párrafo especial, de ir midiendo visualmente el avance de la lectura lo he perdido. ¡Quid pro quo! Las ventajas de un kindle o tablet son también considerables: la capacidad, el tamaño de la letra, el volumen del artefacto.   

  Hace un par de horas terminé de leer La ciudad de la memoria del español Santiago Álvarez. Entretenido ejemplar de novela negra, en que sus protagonistas investigan un extraño caso en la ciudad de Valencia. Al caso en sí no me voy a referir, pues tiene los elementos típicos del género policíaco, aunque no deja de ser interesante y adictivo. Lo genial son los protagonistas, un detective a mal traer cuyo máximo ídolo es Humphrey Bogart y una estudiante de periodismo que necesita trabajar a medio tiempo. Las situaciones descabelladas se suceden, la ironía corrosiva e ingeniosa está presente a cada paso y no falta el elemento emotivo, que une más que el amor a dos seres solos y necesitados de humanidad. Totalmente recomendable. Hasta pronto.

4 comentarios:

  1. Platero es pequeño, peludo y suave. Cómo no recordarlo. Aún recuerdo cómo empezaba. Hermosos tus comentarios de tu niñez, bueno para salir de la monotonía de este día tan otoñal.

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  2. Platero era el libro favorito de mi papá y de hecho ,en la ceremonia fúnebre previa a su cremación uno de sus nietos leyó una parte del inicio de Platero y como música de fondo " el sueño imposible"

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