sábado, 25 de abril de 2020

El tiempo que nos unió...

  Hacía tiempo que una novela no me llegaba tanto. Han sido tres días  de inmersión en  aguas profundas, en la vida de los personajes y en mi propia vida. De emociones intensas y de risas abiertas. Ha sido una especie de retiro espiritual,  como si no fuera suficiente con la cuarentena, a medias obligada, a medias voluntaria. 
  El tiempo que nos une de Alejandro Palomas es lejos la mejor novela que he leído  en los últimos tiempos (para mi gusto, aclaro. Ya les había comentado, no hace mucho, que lo "descubrí" "al azar" hace menos de un mes y me gustó mucho en su novela Agua cerrada). 

  Luego de darme un descanso con la novela histórica Y Julia retó a los dioses  de Santiago Posteguillo (del cual ya les he hablado en el pasado, pues, si mal no recuerdo, es el octavo texto leído de él) 
y la novela de ciencia ficción (¡qué  mejor ejemplo de mi eclecticismo,  jajaja!) 3210 Anno Domini de Rafael Salcedo (cuyo desenlace es al mejor estilo de Paulo Cohelo, ¡puaj!), volví a Palomas en :
  El tiempo que nos une.
   Mencía, viuda,  con 90 años a cuestas,  es el tronco del árbol  familiar. Medio loca, irreverente, diciendo o escupiendo verdades, tramando permanentes y pequeñas acciones inesperadas, vive sus días, que ya le pesan, ocupada de sacar adelante a las mujeres de la familia, que, según  sus palabras, son todas desquiciadas, incompletas, infelices,  estancadas en el pasado, imposibilitadas de gestionar sus pérdidas.
  Por un lado está su hija Lía, con 64 años, quien no asume la muerte de su hija mayor, Helena, creyendo que,  por no encontrar su cuerpo, algún día volverá a pesar de los más de seis años de su muerte. Es que más que su hija, Helena fue su amiga del alma, la única.
   Por otro lado está Flavia, su hija mayor, que  la odia.  Tiene un matrimonio mal avenido y sin amor, y no le perdona -a Mencía- que su verdadero amor haya muerto  hace años, víctima del régimen argentino, como resultado de la delación materna. Ahora, ya en los 70, no sabe cómo seguir viviendo con el odio y la dependencia  al mismo tiempo.  
   Beatriz, por otra parte, su querida nieta Bea, enferma físicamente,  no consigue aceptar su fracaso matrimonial ocultándolo a la familia por meses. No es fácil asumir que no fue una "otra" quien interfirió,  sino un "otro", carga con la cual trata de salir adelante hasta que su abuela, con la capacidad de "leer" a las mujeres de la familia, la enfrenta a su realidad, que se complica aún más cuando comienzan a notarse los primeros síntomas de un embarazo inconveniente, producto de una "aventurilla" post separación matrimonial. 
    Por último,  Inés, la nieta mediana (Bea es la menor) tiene su propio calvario. Un matrimonio roto porque optó por su enamoramiento hacia una compañera de trabajo, Sandra, hasta que su esposo la descubrió y eso le costó la separación, no sólo  de él,  sino también  de su pequeño hijo. Sin embargo, la relación amorosa terminó y ahora está con las manos vacías,  sin hogar, sin esposo y sin hijo.
   El "terremoto" que une a estas mujeres en el dolor  es la lucha por la vida de parte del pequeño Tristán, el  hijo de 6 años de Inés, quien enferma de leucemia  y no logra superar  la enfermedad, muriéndose de a poco ante la impotencia de todos. Es el golpe que las separa por un tiempo hasta que logran recomponerse, asumir, mejorar,  reencontrarse,   salir del marasmo y emprender  de nuevo el camino, esta vez independientes pero unidas. 
   La maravilla de esta trama que, contada así,  tan sucinta y objetivamente, pareciera ser una novela de las tantas que hay,  se "vive", se "palpa" sólo cuando uno se va introduciendo en la historia y mirando el actuar o no-actuar de estas mujeres desde la visión  personal de cada una, frente a los hechos, a las emociones,  a la vida de las demás; desde la duda, el dolor, la empatía o el rencor. Es un relato  en primera persona,  desde 5 miradas básicas,  a las que se agrega, casi al final una sexta, provisoria.  
    Así  como hay momentos muy emotivos, también  hay momentos realmente hilarantes, que dicen relación con el comportamiento de Mencía, la abuela, quien es de temer si alguien se le "atraviesa". Tiene la desvergüenza propia de los años en que ya nada se espera, en que no está  obligada a guardar las normas, en que la opinión  de los demás,  especialmente de los impertinentes,  no importa, a los que engaña con su melosa y tierna actitud para luego darles con el mocho del hacha, con una agudeza impresionante.  Sus hijas y nietas ya la conocen, le temen y saben que nada la detendrá cuando alguien se ha transformado en blanco de sus dardos.    

Esta historia no sólo  la leí,  sino que también  la viví,  desde las emociones y los recuerdos.  En algunos momentos,  Mencía se transformó en Urbana, mi madre, que, después  de toda una vida muy para adentro, nos sorprendiera a todos (hijos, hijas, nueras, nietos y nietas), por ejemplo,  en la celebración  de sus 90 años con un discurso inesperado, una de las pocas  veces que la vimos erigirse en  cabeza indiscutida  de la numerosa familia. Fue también  Urbana en una serie de pequeños detalles: el enojo consigo misma por sus olvidos,  el refunfuño permanente, la búsqueda de cosas que se perdían,  la desinhibición en su comportamiento en varios aspectos cotidianos y otra serie de detalles que fueron propios de ella, aunque es muy probable que nosotras, sus dos hijas, ya sesentonas, los repitamos (toco madera). 

    También la experiencia de la pérdida me caló profundamente. ¿Cómo te recompones, cómo rearmas tu vida, después de la muerte de una hija o un hijo, grande o pequeño? ¿Cómo  logras salir adelante, si es que lo logras, y que la menor intensidad del dolor con el paso del tiempo no te genere culpa? ¿Cómo logras ir rescatando lo bueno, lo divertido de lo compartido  con ella o con él, asumiendo que ya no está  pero que estuvo y que su presencia te hizo y te ha hecho mejor persona?... Fue un revivir un poco de todo aquello. Y más de alguna imagen real se mezcló  con la ficción.  La imagen de mi madre bajando del bus que la trajo junto a mi hermana, desde La Unión  a Santiago, al día  siguiente en que Mirella ya no estaba más con nosotros...físicamente.  Más  que sus palabras, fueron los símbolos de su cariño y el dolor compartido lo que me permitió sentirme acompañada. No era de muchas palabras. La vi aparecer con un chal peruano (aguayo) que le habíamos regalado con mi hija. Supe, sin que me lo dijera, que era su forma de decirme que traía  a Mirella consigo, así como también  el álbum con todas las fotografías que  de mi hija  guardaba.    

El relato me llevó  a darme cuenta lo al debe que quedé con mi madre, lo mucho que me faltó conocerla.  Y no es que me haya faltado tiempo. Fue simplemente que no me di el suficiente tiempo para hacerlo, tenía otras prioridades. Y ella tampoco lo hizo nunca fácil, con su carácter introvertido, no  de nacimiento, sino adquirido por una infancia sin madre y padre tempranamente, con una abuela exigente,  con un marido (mi padre) muy  machista. Así,  le resultó muy difícil a los 81 años (cuando quedó viuda), transformarse por obra y gracia del espíritu santo,  en una persona extravertida y dicharachera. Bastante  avanzó pero no lo suficientemente rápido, de manera que el tiempo y el cansancio la alcanzaron y pudieron con ella. 
   ¿Cómo gestionas tus fracasos y tus pérdidas si no tienes una Mencía a tu lado? ¿Cómo esos fracasos y esas pérdidas se van emposando en tu ánimo, van carcomiendo tu espíritu, van enlodando el camino futuro? ¿Cómo  eres capaz de "agarrar de los pelos" (en buen chileno, "de las mechas") las oportunidades para salir de la rutina, de la inercia,  del pozo en que te hundes a veces y saber aprovecharlas para crecer y sentirte viva otra vez?  

De todo ello y más me "habló" esta novela de Alejandro Palomas, escritor español actualísimo. ¡Quién tuviera su extraordinaria capacidad de leer el alma femenina!... ¡No te la pierdas! ¡Vale la pena! 

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