domingo, 24 de diciembre de 2017

Momentos...

  
Al viajar hacia el norte de la península, el relieve que me rodea va cambiando. Ya no son campos llanos y arcillosos, sino que la tierra comienza a poner sus propias barreras al avance humano. Los cerros, montes y enormes bloques pétreos van apareciendo y desapareciendo, mientras el bus sigue su rápida trayectoria, como quien escapa de una persecución,
escondiéndose bajo los abundantes túneles, entre abedules, y hondonadas, entre pequeños retazos de campos soleados, con las nubes cerrándonos el paso, como queriendo echársenos encima. Es hermoso lo que veo, es agreste y transmite vida y fuerza.
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  Recién pasadas las nueve a.m. salgo a recorrer el mundo, no a conquistarlo, pues ello significaría anclaje y no es posesión ni detención lo que deseo. Lo que se detiene se anquilosa, se muere. 
  Caminata por  la Costanera, diríamos en buen chileno, por largo trecho hasta llegar a un maravilloso túnel: casi insonoro (a pesar de que la calle está a unos 10 metros), pero pleno de color y luz. Entrar a él es como sumergirse en el mar. El efecto es extraordinario: sólo se escucha el oleaje de las olas al chocar en las rocas, mientras el azul y verde te rodea, te envuelve desde el techo. ¡¡Es la fiesta de los sentidos!!
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   Estaba un tanto decepcionada de haber hecho el esfuerzo de viajar a Guernica sin encontrar casi nada que me hubiera "tocado" o "acercado" a lo vivido en aquel lugar. Tanto así que debí contener mis deseos de regresar a Bilbao en lugar de esperar que el Museo para el cual había comprado ticket, abriera sus puertas en la jornada de la tarde. También el único local de souvenirs visto comenzaba a atender más tarde. Ya había almorzado y visto todo lo posible, casa, esculturas, parque, pintura, edificios.
  ¡Por suerte me quedé! La experiencia vivida al interior de la segunda dependencia de la exposición permanente del Museo de la Paz no pudo ser más ilustrativa y sensitiva. No había más visitantes en idioma español, por lo que ingresé sola a la sala cuando su puerta se abrió. Me pareció estar entrando a un escenario. Todo a media luz, una mesa con dos sillas, dos ventanas con visillos y persianas bajas, lo que no impedía que se filtrara algo de luz. Cuando escuché la voz de la mujer y sin ver que la luz aumentara su intensidad no supe qué hacer. Me acerqué a la puerta-ventana más cercana para ver si se abría. Nada. Me acerqué a la mesa (la voz hablaba del día a día en tiempos de guerra, de correr a los refugios al escuchar la sirena) y de pronto veo mi propio reflejo en lo que parecía un espacio vacío. 
Era vidrio o espejo, no lo sé. Me sentí vulnerable, como si estuviera siendo una conejilla  de Indias. En el intertanto, la puerta se había cerrado. Vi una banca tras mío, adosada a la pared. Me senté y entendí que eso era lo que se esperaba de mí. Seguía el monólogo. Esta vez recordaba la alegría de momentos "normales" compartidos. Las risas infantiles, la vida y la luz se cuela por las persianas. De improviso, un sonido comienza a llenar el ambiente, acercándose: ¡¡aviones!! La voz ya no se escucha. El ulular de una sirena es superado por el ruido de las explosiones. La luz se apaga. El ruido es ensordecedor. Gritos. La pared de vidrio-espejo se transparenta y aparece una montaña de escombros, mientras unas imágenes van apareciendo detrás de los escombros, cual hologramas,  que muestran instantáneas del bombardeo. Comienza a escucharse una suave y triste melodía. Una puerta del costado de abre. Debo salir. 
  Sin embargo, no me resulta fácil. El piso de madera se ha transformado en vidrio y bajo él hay escombros repartidos en cada cuadrado de vidrio. Dudo. Me parece que si camino sobre el vidrio éste se quebrará. La puerta empieza a cerrarse y debo salir, debo enfrentarme a lo sucedido. Hay biombos con fotografías de los hechos, cual laberinto. No me detengo en ellos. Me apura "escapar" de allí. Me parece que debo ponerme "a salvo" fuera de esa sala. Logro hacerlo. Suspiro ...y respiro...
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   Definitivamente, Bilbao no me da confianza. Ya el año pasado tuvimos esa percepción. No era tarde pero ya había oscurecido.  
 Caminaba a orillas de la Ría Bilbao, pasado el Museo Guggenheim, ya de regreso al Puente del Ayuntamiento, cuando escuché a una mujer que le gritaba algo a su perro, que se había adelantado, y pasaba cerca de mí. Yo venía fotografiando la noche, las luces, el río. La llovizna se  había detenido y la noche era ideal para lo que estaba haciendo. 

Crucé las vías del tranvía para fotografiar una escultura en medio de una fuente de agua en funcionamiento. Estaba buscando la mejor perspectiva de mi objetivo cuando la mujer del perro llegó hasta mí y comenzó a increparme porque "la estaba siguiendo, espiando", amenazándome con darme unas "hostias". Quedé estupefacta, traté de explicarle que se equivocaba y ante la insistencia de hacerme comulgar (darme hostias, jaja), me contuve de decirle "vieja loca" y escapé. Soldado que arranca... Era más alta y corpulenta que yo (lo que no cuesta mucho) y se acompañaba de un perro no menor. Me amenazó con seguirme "a ver si me gustaba", frente a lo cual y sin haber visto ni un policía por allí, hice uso de mi buen estado físico y corrí por la Costanera, como tantos deportistas que se ven a toda hora... No, definitivamente no me gusta Bilbao...
......

  La oscuridad nos rodea, al tren, más bien. Al interior del vagón hay luz normal. Vamos abandonando Bilbao por las catacumbas férreas. Salimos a la luz. Numerosas estaciones  van surgiendo al lado de las vías. También surge la vida y la naturaleza. Ríos corren alrededor de la línea, como tratando de llegar antes que la máquina a su destino. No todo lo que observo es hermoso, pero es natural. 
Así como veo naturaleza en pleno, árboles, cerros,  cauces interminables de ríos, también hay basura y pobreza, parte también de la vida. El tren apura la marcha a ratos; en otros momentos, avanza a paso cansino, acezante y ondulante, transmitiendo su movimiento a nuestro cuerpo. Disfruto la morosidad del trayecto. 
Me entretengo descubriendo los nombres de las estaciones. Ha sido un viaje descansado y gozoso, con reminiscencias infantiles. Me alegro de la casualidad transformada en voluntad cuando decidí tomar este transporte. El doble de tiempo, pero el triple o más de plenitud...
  

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