Cuando leí -hace un tiempo ya- en la novela Patria de R. Harris que el personaje comprendió que le había bastado sólo un día para ser feliz sin necesidad de intentar presionar a la suerte, al tiempo o al destino -si crees en él-, me detuve en la lectura, para buscar en mi vida ese día mágico. Y no hube de esforzarme mucho para que, a pesar de los numerosos días de mi vida (unos veinticuatro mil quinientos, descontando los vagarosos de la infancia primera, quedan como veintidós mil setecientos, tranquilamente) en los que busqué y rebusqué en mi memoria, siempre tuviera que volver al primero que apareció: ese fin de semana en el balneario de Llico (región del Maule) que pasé junto a mi hija y mi madre en enero o diciembre del 2009. Lugar desconocido para todas, al que llegamos por azar (no teníamos plan previo, sino sólo ir a alguna playa y estar juntas) y guiadas por el instinto.
De esas horas guardo un breve video de unos momentos al interior del hospedaje, mientras cada una estaba en su respectiva cama, descansando. Se escuchan nuestras voces y risas. Las fotografías de la ocasión son más numerosas, caminando por la playa, sentadas en la arena, a orillas del río y del mar, en el hostal, conociendo los alrededores. Allí pasamos el día completo luego de haber llegado el día anterior al atardecer. Recuerdo que nuestra aventura de baño no fue muy grata, pues había una brisa marina desacostumbrada para nosotras, que nos lanzaba arena en el rostro, además de que la orilla del río no era muy de fiar, poco firme y algo profunda, de manera que resultaba peligrosa, especialmente para tres turistas que no sabían nadar. Andábamos solas en la playa, por lo que es más seguro que haya sido el mes de diciembre. Esa tarde, después de alimentarnos, nos dedicamos a caminar y a disfrutar del cálido atardecer.
Al día siguiente -y último- nos acercamos a la Laguna Torca, lugar distante a 4 kms., que en ese tiempo era una verdadera belleza y maravilla de santuario, con abundante caudal y muchos cisnes. Fuimos hasta allá en un vehículo contratado, ya acompañadas de nuestro breve equipaje, recorrimos el lugar por las pasarelas que se adentran en la laguna (adentraban, ahora está bastante seca) y luego nos establecimos cerca de una cabaña sin moradores, donde improvisamos un picnic y sombreamos, haciendo tiempo hasta que llegara la hora en que el bus de recorrido (micro en realidad) pasara por el sector y nos llevara de regreso a Curicó, desde donde abordaríamos un bus para regresar a Rancagua.
Dos imágenes de ese par de días, inseparables en la experiencia, fueron seleccionadas por mí para ampliarlas y transformarlas en pósters que acompañan mi vida cotidiana, desde hace casi 9 años. Lo vivido en ese tiempo y lugar, sin ser nada extraordinario en sí mismo, son las horas que me han reconciliado con la muerte, luego de la pérdida de mis dos compañeras de aventuras.
Alguien se preguntará -y no le faltará razón- cómo es posible que no haya elegido, como seguramente lo haría la mayoría de las mujeres normales, el día de mi boda, de cuyo hecho guardo algunas fotografías en que se me ve bastante sonriente y, al parecer, feliz. La respuesta, más sencilla de lo que se pueda sospechar, tiene que ver con el desgaste y el deterioro que sufren los recuerdos de momentos cuyos protagonistas se separaron no de la mejor manera, siguiendo cada uno con su vida distante del otro. Pudo haber instantes felices en esos ocho años de convivencia, pero si en su momento tuvieron significado, su trascendencia se perdió en el decurso posterior de los años de no-relación.
Fue una lectura rapidísima la que hice de una nueva novela del escritor estadounidense Paul Auster. Hace un par de años había leído su extensa y extraordinaria novela 4321 (publicada el 2017) y no lo había vuelto a encontrar en el universo de los libros 📚 en que suelo fisgonear. Hace unos días encontré Diario de Invierno (2012). Comencé ayer y terminé hoy a mediodía. Una lectura veloz, dinámica, entretenida, muy interesante. El escritor-personaje comienza a escribir ✍ su diario a la edad de 64 años y retrocede a sus primeros recuerdos, partiendo por hacer un recuento de todas los lugares (casas, departamentos, piezas) en que habitó desde su nacimiento, dando un total de 21. Mientras lo leía me detuve a recordar mis "asentamientos" personales y mentalmente logré contabilizar 28 ó 29, superando los del autor, lo que no necesariamente debo considerar un mérito.
Resulta curiosa la manera cómo en su "diario" va aludiendo a cómo transcurre la vida entre actividades diversas, menos y más importantes, ocupando horas incontables en dormir, comer, viajar, esperar, leer y múltiples cosas más, de las que uno nunca ha llevado registro. Se pregunta de qué manera, por ejemplo, la misma mano que acaricia, también ha realizado otras acciones, escrito, cocinado, limpiado, lavado, sembrado y muchas cosas más no tan positivas ni tan santas. El relato resulta una verdadera interpelación al lector, a preguntarse lo mismo que él, a revisar su vida, sus relaciones, sus aciertos y desaciertos o los hechos vergonzosos que eludimos recordar. Esta interpelación se concreta con el uso de un relato en segunda persona singular.
Creo que lo mejor de esta segunda "juventud", además de seguir aprendiendo algo cada día, es la posibilidad de realizar un balance, más o menos objetivo, de lo que que ha sido tu vida, contemplando lo bueno y lo malo, lo meritorio y lo sórdido, lo que provoca orgullo y lo que avergüenza, toda vez que ya no tienes que aparentar para ganar amigos, conquistar a una pareja, contentar a tu jefe o enorgullecer a tus padres. Lejos de todas esas presiones, tú deberías ser capaz de mirarte al espejo y aceptarte y, ojalá, esbozar una sonrisa sincera.
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