Hace diez años, a las 8 de la mañana recién me enteraba de la noticia más terrible jamás recibida por mí: la muerte -por femicidio- de mi querida y única hija Mirella. Ella había sido asesinada hacía más de 7 horas, en la madrugada del 26 de noviembre de 2011, cuando aún no se habían acallado los últimos ecos de la conmemoración del Día contra la Violencia de la Mujer (25 de noviembre). Su muerte -y todas las posteriores hasta el día de hoy- son una clara evidencia de que la violencia hacia la mujer sigue vigente a pesar de campañas, programas y esfuerzos de muchos. Es una realidad lamentable, que no ha mejorado en lo más mínimo. ¿Qué será necesario para que ello ocurra? ¿Tiempo? ¿Cambios en la educación familiar y escolar? ¿Sistemas legislativo y judicial más efectivos y eficientes? ¿¡Quién sabe!? Nadie al parecer ha conseguido dar con las acciones adecuadas para aminorar el flagelo, del que América Latina marca un triste récord a nivel mundial.
Estos diez años que parecen una enormidad en la ausencia, no se ajustan a la distancia objetiva transcurrida. Todo lo sucedido es tan "reciente" en la emoción y en el sentimiento que la década resulta como una especie de mala jugada del calendario. Con 25 años a cuestas y un mundo lleno de ilusiones y proyectos, Mirella salía adelante en sus estudios y en el trabajo con éxito, en tanto, nuestra relación había llegado a un punto óptimo de intercambio de ideas y experiencias. Le "robábamos" tiempo a nuestras otras actividades y a cercanos para compartir quincenalmente horas valiosas que no sabíamos que serían las últimas.
Todo bien hasta que ya nada más pudo ser: ni navidades, ni cumpleaños, vacaciones, encuentros familiares o, por último, tardes de cine en casa luego de un rico almuerzo casero. La vida dio un vuelco, la muerte pasó a ser omnipresente aún sin entenderla ni aceptarla hasta que seguir negando lo evidente no fue posible. Nunca más podría verla salvo en sueños (muy pocos) y en fotografías, en las que permanecería inmutable, con su bella sonrisa y su mirada especial. La vida que soñó, anheló y por la que tanto se esforzó había llegado a un fin abrupto, inesperado y brutal.
No me detuve a realizar un análisis y re- planteamiento de mi vida. Todo se fue dando casi en forma natural dentro de lo poco natural en nuestro esquema que tiene la muerte. El dolor se fue aminorando sin desaparecer, la ausencia pasó a formar parte de mi cotidiani- dad y los ritos se consolidaron. Cientos de visitas y fotografías en su lápida, miles de co- loridas flores, leal compañía en ocasiones y las hojas del ca- lendario disminuyendo sin pausa para iniciar un nuevo ciclo. El tiempo se detuvo para Mirella, no para nosotros. Es una de las pocas certezas con la que contamos, como que también la pátina del tiempo irá realizando su tarea.
El martes recién pasado busqué en Curicó el recinto de la Estación de Ferrocarriles que fuimos a visitar con Mirella y mi madre Urbana el año 2009, pero ya no existía. Pregunté y no supieron darme antecedentes de aquello. Sin embargo, yo conservo las imágenes que me confirman que no fue un sueño ni una idea fantasiosa de mi parte. Estuvimos allí por una única vez y aquello forma parte de nuestra historia aunque el edificio haya desaparecido.
Hoy se cumplen diez de una separación físi- ca inapelable y también, paradójicamente, de una unión madre-hija indisoluble. Para mí, son diez años caminando por la vida en Ran- cagua y otros lugares, en soledad y en medio de los recuerdos; para Mirella son diez años de silencio en esta vida y de aprendizaje, tal vez, en otra "vida". Un abrazo que encierre y traspase las barreras del tiempo, hija mía.
Mónica Un abrazo bien apretado para ti.
ResponderEliminarGracias, Anita.
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