Acostumbrados a los colores porque somos agua y luz, las piedras y el desierto nos parecen sinónimos de la nada, del vacío, de la no-vida. Para nuestra pequeña perspectiva humana citadina las piedras no tienen valor, salvo que su color sea dorado, plateado, verde o iridescente. La piedra común y corriente, de un poco atractivo color plomo o grisáceo, no merece los esfuerzos de nadie por sí misma, excepto que sea utilizada como material para abaratar costos de construcción. Esta "utilidad" no es sólo de nuestro tiempo, aunque con una gran diferencia en un pasado remoto, en que a su valor constructivo se unía indisolublemente su valor ritual, que permitía el contacto con los dioses y el camino hacia la muerte. En aquel tiempo, la piedra también era refugio y permanencia.
Ese sentido de valorar lo pétreo pareciera estar radicado casi exclusivamente en el estadio de la inocencia primigenia, no sólo entendida como etapa de la evolución de la especie humana sino también en el desarrollo vital de cada individuo. Cada acercamiento a una playa, cuando somos niños o tenemos alma de tales, nos transforma en ricos poseedores de pequeñas piedras mágicas, de distinto colorido y composición, que el tiempo y el crecimiento dejará olvidadas en algún rincón, del cual serán vueltas a la luz por la mirada de algún artista, geólogo o arqueólogo. Sólo la mirada de ellos les volverán a la vida, si cabe decirlo.
En la novela Los bisontes de Altamira del español Alberto Vásquez-Figueroa (prolífico novelista contemporáneo recién conocido) Ansoc, hace miles de años, crea y da vida a los seres que lo rodean. Las piedras y rocas le sirven de lienzos para sus creaciones cada vez más realistas y vívidas. Es un artista consumado, que, sin imaginarlo siquiera, fue protegido por sus dioses más allá de lo imaginable. Su obra, realizada hace unos 14 mil años a.C. fue descubierta en la segunda mitad del siglo XIX, estudiada, admirada y preservada. Son las muestras más extraordinarias de pintura rupestre que han llegado hasta nuestros días, con bisontes en movimiento, de impresionante colorido y calidad artística.
El argumento sitúa a Ansoc como integrante de una de las tantas tribus, los ghámanas, que habitan la Península Ibérica, en este caso, en el sector cantábrico. Su vocación surge en la infancia, cuando con un trozo de carbón imita la forma de aves y animales en alguna roca. Su hermana es su gran admiradora. Ya adolescente no le basta con los trazos de cada figura, sino que va agregando colorido a sus creaciones. Es un entretenido relato, que nos conduce a una recreación de lo que pudiera haber sido la vida de ese gran artista de la Prehistoria...
El Desierto -piedra pulverizada- es la más amplia, calurosa, inhóspita y desoladora extensión de territorio donde nada vive ni sobrevive, donde el agua se vaporiza, las nubes se niegan a aparecer y el color verde es desconocido. Pensándolo bien, no es verdad que no haya vida. Hay desiertos en que sí la hay, dormida por años, pero la hay. Vida latente hasta determinado momento, como bella durmiente, no a la espera del beso principesco, sino esperando la caricia de la gota de agua de la camanchaca o calima, o de la nube fugaz y sin futuro al internarse en el café perpetuo... Vida en el Desierto de Atacama; vida en los desérticos parajes de Israel, Jordania y Egipto; vida en el Sáhara, donde cientos de tribus confirman lo imposible; vida en Arrakis y tal vez en Marte y en millones de planetas y sistemas solares de los trillones existentes en los universos y multiversos desconocidos.
De esos desiertos inhóspitos, de los que muchas tribus nómadas hicieron su hogar, nos habla la novela Tuareg del mismo autor español, un relato verdaderamente alucinante y agotador. Esto último no por su falta de gracia literaria, sino por las peripecias de su protagonista, un noble de la tribu de los Tuareg, los "hijos del viento o del desierto", que se ve, obligado por las circunstancias y su milenaria tabla de valores y costumbres, a emprender el castigo por la ofensa de la que fue objeto su pueblo. Arriesga a su familia y a su propia vida por el sagrado valor del respeto a sus costumbres ancestrales, vulnerado por otros habitantes del país pero extranjeros a su idiosincrasia.
[Cuando escribo la palabra "tuareg" no puedo evitar reírme y avergonzarme de mi ignorancia. Conocía el vocablo, pero por mis visitas al supermercado, que me permitieron entrar en conocimiento de unas ricas galletas de coco, que en más de una ocasión las he consumido. Claro, había observado las 🌴 🌴 de su envase pero no me había preocupado de averiguar nada más, como la típica y alienada consumidora contemporánea. Resulta incomprensible e imperdonable mi actitud (me confieso) considerando mi profesión. En fin, de todo hay en las viñas y palmerales del Señor...].
Mientras avanzaba en la lectura de Tuareg no dejé de admirarme -y aterrarme- de las durísimas condiciones de vida de algunos grupos humanos, ya sea en este desierto calcinante o en otro, infinitamente helado, extremos que son una realidad en nuestro preciado planeta, "el único hogar que tenemos" (Carl Sagan). Desde mi cómoda habitación puedo acercarme a través de la palabra escrita a esas realidades inconmensurables, a esos humanos casi olvidados en el tráfago de la existencia humana de las ciudades. Por eso vaya mi admiración, una vez más, por aquellos dioses y magos capaces de crear y recrear mundos extraordinarios con los ingredientes básicos de la imaginación y del lenguaje. Gracias a ellos, he seguido viajando en libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario