sábado, 26 de diciembre de 2020

Viajes...

  

  La emoción  de viajar y conocer es lo que he echado de menos en estos casi diez meses de cuarentenas, toques de queda, cuidados extraordinarios con mascarillas y distancias físicas, anclados en el mismo puerto como esperando el desguace o la restauración, ya casi víctimas de olvido y del desamor. Caminar por la arena, respirar aire marino, cansarme bajo el sol, ansiar un sorbo de agua helada o una buena ducha luego de una caminata de reconocimiento o una excursión con todas sus letras. 

 La emoción de contemplar construcciones milenarias, bastas o delicadas, religiosas o civiles, prácticas o artísticas, da lo mismo. Tocar la piedra, observar las ruinas, caminar por caminos hollados por miles de seres antes que uno, contemplar la creatividad y la capacidad humanas para erigir un edificio, un monumento, un puente, con sentido, dejando la impronta de su quehacer en una tarea bien hecha, que sólo el tiempo, la naturaleza y otros hombres han destruido o intentado hacerlo sin lograrlo del todo, por suerte.    

   Esa emoción  es la que plasma en su diario de viajes Javier Reverte, escritor y periodista español, bajo el nombre de Un otoño romano, gracias al cual volví a recorrer las calles de la ciudad eterna, esta vez acompañada de interesantes datos históricos, artísticos, anecdóticos, en un ameno y entretenido relato y estilo. Aprendí de clima, de aves, de la gastronomía típica, de entretelones históricos, así como de una larga lista de obras del arte pictórico, escultórico y arquitectónico existentes en suelo romano, como de la opinión de grandes de las letras que visitaron y se sintieron fascinados  por la ciudad, como Goethe, Stendhal, Dickens, Gogol y muchos otros.     

   No todo lo que recorrió y describió Reverte tuve la suerte de conocer en mi visita, sólo de tres días en comparación a los tres meses del escritor. Lo interesante fue que enriqueció mi mirada y me preparó  para una nueva visita, más acuciosa y completa. Junto a la lectura de su diario debí revisar en varias ocasiones internet para visualizar plazas, monumentos, pinturas y esculturas descritos, y apreciar en su total dimensión el alcance de sus observaciones y comentarios. Se transformó  en el mejor de los guías  personalizados que he tenido.   

   Alguien puede llegar a pensar que la actitud de uno al hablar de emociones ante unas ruinas pueda ser una pose, un deseo de seguir una moda, una impostura. Sin embargo, y hablo por mí, no me he sentido fingiendo cuando expreso la emoción y el sobrecogimiento que me han invadido (frío, latidos más rápidos, un nudo en la garganta, deseos de llorar) al conocer diferentes monumentos históricos, como, por ejemplo, el Coliseo Romano y recorrer su interior y estar allí mismo donde hace 1940 años estuvieron miles de romanos inaugurándolo con juegos que duraron 100 días, bajo el imperio de Tito, aunque fuera Vespasiano, su padre, quien echó a andar el proyecto. 

 Recorrer todo el Foro Romano, pasar bajo el Arco de Tito, ver los restos del Rostra, ese púlpito en medio del Foro desde el cual políticos y autoridades se dirigían o arengaban al pueblo de Roma. Cómo  no emocionarme al vislumbrar la ubicación  de la Roca Tarpeya, desde  donde se lanzaba a los condenados a muerte, sin que aquello me haga merecedora de algún rasgo psicopático. O ver los vestigios -escasos- de la existencia del Templo que, en honor a su hija Julia, muerta al dar a luz, mandara a construir Julio César, o las paredes que aún se alzan contra el cielo del Palacio de Tíberio en lo alto del Monte Palatino o, frente a él, los terrenos donde estuvo asentado el Circo Máximo, del que se conserva aún parte de sus carceres.   

   O, también, al mirar el cauce del Tíber y saber de su existencia milenaria, aunque en la actualidad no tenga mucha belleza por el sospechoso color verdoso de sus aguas, claramente insalubres y caldo de cultivo de míriadas de insectos picadores, de los que fui víctima  en mi recorrido  por el paseo que sigue su recorrido. Cómo no impresionarme ante el Panteón de Agripa, el famoso y leal lugarteniente del emperador Augusto y otros numerosos restos y obras conmemorativas de una época gloriosa en que Roma fue, según sus ciudadanos, el centro del mundo, mientras el Mediterráneo lo transformaban en un mar de propiedad imperial.  Seguro no pensarán lo mismo los descendientes de los pueblos sojuzgados, vencidos y/o aniquilados, pero así  es la historia de la Humanidad, un continuo intercambio de poderes, un verdadera rueda de la fortuna, con la existencia permanente tanto de vencedores y vencidos, de conquistas y victorias, como de derrotas y caídas definitivas. 

   Un otoño romano, relato que me devolvió gratas e intensas sensaciones, casi dormidas en estos meses de poca actividad viajera. 

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