¿A qué le tenemos miedo?
¿Le tenemos miedo a todo, a algunas cosas o a nada?
¿Es sano tener miedos? ¿Sería preferible no temer a nada?
En relación a lo anterior, pareciera que el mundo se agrupa en tres grupos de personas : los que le temen a todo, los que no le temen a nada y los que le temen a algunas cosas y a otras, no.
¿En cuál de esos grupos es conveniente ubicarse o estar ubicado?
Indudablemente, de ninguna manera en el primero. Debe ser un sufrimiento continuo temer a todo. Sólo podrías estar en paz y tranquilo en casa, siempre que allí te sientas protegido.
Más bien, yo diría que el sueño de muchos sería aspirar a estar en el tercer grupo, en el de quienes no le temen a nada. Pero, ¿será "sano y normal" no atemorizarse ante nada?
- ¿En qué grupo te ubicas tú, Princess?
- Creo que en el intermedio: no soy una timorata, pero tampoco soy una Superwoman.
- O sea, tienes algunos temores.
- Sin duda, como muchos.
Me imagino que la postura de menor o mayor seguridad frente al mundo que cada uno de nosotros tenemos depende de la infancia vivida. Una infancia feliz, sin grandes eventos traumáticos, con unos padres preocupados pero que también permiten actuar dentro de ciertos márgenes, que observan y corrigen la interrelación de los hermanos, debiera dar como resultado un niño/a sin grandes temores.
Durante la niñez es normal sentir miedo a la oscuridad, a lo desconocido, a los extraños, a algunos animales, a las caídas, al dolor, a los monstruos o "cucos"...por un tiempo. Pero estos temores se debieran ir superando con la guía de los padres, con la socialización que permite la escuela y con el apoyo de los profesores.
Si en esta etapa de crecimiento, en cambio, ha habido hechos traumáticos, aquello va a contribuir a una sensación de inseguridad que puede redundar en aumentar y/o mantener algunos miedos. Puede desarrollarse un temor a la pérdida, al fracaso, a la violencia, a confiar en los demás....
Si, al contrario, no hubo hechos traumáticos pero sí exceso de sobreprotección de parte de quienes lo(s) criaron, frente a la primera situación de incursión con el mundo real, no sabrán enfrentar el proceso de socialización de manera correcta, especialmente si se es hijo único. Tendrán problemas de relaciones personales que pueden llevarlos a extremos : muy dominantes o... pusilánimes.
Lo ideal es que estos obstáculos puedan ser detectados a tiempo y "trabajados" por los padres, con el fin de lograr un sano equilibrio en la relación con los otros, que no lo induzca a imponerse con violencia o a someterse a los deseos de los demás. De no encauzar dicha actitud y comportamiento, podríamos encontrarnos, más adelante con un adolescente o joven que no le teme a nada (por lo tanto "arrasa" con los demás) o le teme a la autoridad, sin lograr transformarse en una persona asertiva y medianamente feliz.
Este último puede derivar en un ser apocado, inseguro, con un temor permanente al fracaso, al cambio, a la responsabilidad, a no cumplir con las expectativas, a la pérdida del empleo, a la enfermedad, a la traición, a la soledad..., que se queja de todo, pero que no logra mejorar lo único que hay que mejorar: su actitud y postura vital.
Cuando se lleva algo más de la mitad del camino recorrido en "este valle de lágrimas" (como ha dicho más de algún pesimista o masoquista) surgen los últimos temores y, tal vez, los más omnipresentes e, incluso, autoinvalidantes: el miedo a la jubilación, a las enfermedades, al olvido (de los demás y de uno mismo), a una vida sinsentido, al abandono, a la muerte.
Cuando uno de estos males comienza a asomar su cabeza, hay que estar atento/a. Podríamos decir que uno debe prepararse, pero es más fácil decirlo que hacerlo. Te pasas prácticamente toda tu vida adulta trabajando y no siempre te has dado el tiempo para pensar, menos prepararte para esta nueva etapa. De manera que un día, empiezas a ver con menos claridad; comienzas a olvidar fechas, nombres, palabras; ya no trabajas con el entusiasmo de antes, te cansas más y te cuesta levantarte.
¡Ufff! Síntomas claros y evidentes de que el tiempo avanza inexorablemente y que "los jóvenes de entonces ya no somos los mismos"(jajaja).
Cuando llegaba a palacio, después de terminar mi jornada matinal de trabajo, me encontré con una anciana residente en la mampara, que...
- ¿Tan anciana como tú, Princess?
- ¡Humm, no me simpatizas!
...Decía que en la puerta de ingreso me encontré con una residente (según mis cálculos más cerca de los 80 que de los 70 años) que se veía profundamente angustiada, pues debía concurrir a hacer un trámite y eso significaba que tendría que bajar la rampla mojada (había comenzado a llover) con la ayuda de su bastón y tenía miedo de caerse. Me ofrecí rápidamente a acompañarla hasta la vereda, pero declinó mi ofrecimiento y sí aceptó el de un joven trabajador que estaba ayudándole a abrir la puerta (¿¿¿??? Jajaja). Me impresionó ver en sus ojos el temor, pero no me extrañó, porque también lo he visto en muchas ocasiones en mi madre, especialmente cuando venía a Rancagua.
Ante esta realidad, ¿qué podemos hacer?
"¡Resignación cristiana!", dirían algunos. Más que resignarse, yo diría "asumir". Asumir que el tiempo deja sus huellas en el cuerpo (y en la mente), para bien y para mal. La carne se deteriora, pero el espíritu, ese "gran detalle" que nos permite ubicarnos en la parte superior de la escala evolutiva, aprende, experimenta, alcanza la sabiduría. Y si bien es cierto no todos son tan sabios como esta Principessa (jajaja), algo de ello hay en la "cuenta corriente" de cada uno. Sea poco, mediano o mucho lo que hayamos acumulado, debemos utilizarlo para aceptar las dificultades, para superar la angustia, para valorar los avances y los logros, viviendo el día a día, con la satisfacción de que el puerto al que se ha llegado, sea por acierto o error, es el que yo elegí. ¡Así que, fuera miedos y temores, pues estamos con todas -o casi todas- las vacunas al día!
¡Hasta pronto!
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