domingo, 12 de mayo de 2019

Infancia...

    Luego de haber publicado en facebook que el sábado era el día del lavado, con una fotografía de esta tarea realizada hace a lo menos 100 años, incluso en nuestro país, recordé mi infancia,... y, lo que comenzó como broma, se transformó en una poderosa máquina del tiempo que me condujo a mi propio pasado, en años infantiles. 
   En mis primeros años de mi vida no hubo jazmines (aludiendo a Óscar Castro), pero sí muchas hortensias y lilium....En el principio, fue el tiempo de la inconsciencia y de lo básico (comer, llorar, dormir y otras funciones o tareas menos aromáticas). Ya pronto, a pesar de mis rollizas extremidades, llegó el tiempo de desplazarme apoyada a las paredes y a todo mueble cercano, con llanto incluido, por supuesto. Sé que no fui tan presta como mis hermanos (pudiendo ya comparar a la distancia), que di bastante qué hacer a mi madre y seguro, más de alguna vez, colmé su paciencia, especialmente cuando me pegaba a sus faldas para atraer su atención y separarla de todas las tareas cotidianas que ella debía enfrentar, más el cuidado de un hermano un año  menor, que me quitó inmediato protagonismo, el cual duró apenas unos meses (mi protagonismo, obvio, no mi hermano),  pues  ya había un nuevo embarazo. Creo que por eso, la sensación de soledad y abandono han sido parte de mi naturaleza (¡jajaja!)
   Y a propósito del lavado mencionado al comenzar, recuerdo que en época veraniega, mi madre utilizaba una extraordinaria y sabia estrategia para mantenernos entretenidas y seguras (a mí y a mi hermana, mayor 2 años y medio): mientras ella se afanaba en el escobillar, refregar y enjuagar la ropa (desde sábanas a pañuelos, pasando por toda la variedad de prendas de niños y adultos), a nosotras nos asignaba  unos "trapitos" (pedazos de telas rotas) para que "colaboráramos" en la tarea, con la diferencia que nuestros tendederos eran arbustos a nuestro alcance o alguna cerca.
A esas alturas, con 3 ó 4 años, ya estábamos aprendiendo para la vida. Lo malo para mi madre es que, después de esa "sacrificada" labor nuestra, debía proceder a cambiarnos de ropa porque quedábamos tan mojadas como las "pilchas" que habíamos pretendido "lavar". 
   También llega a mi memoria, el o los paseos familares que hacíamos a la playa de Puerto Nuevo (a orillas del Lago Ranco), máximo unos dos en el verano, en que concurría toda la familia, acompañados de una carreta con sus respectivos bueyes, en la que se trasladaban, además de los cabros chicos (nosotros), la alimentación para el día (carne, verduras, carbón, leña), las ollas y enseres correspondientes, y, las camas y frazadas, que recibirían el lavado anual.
La verdad sea dicha, nuestras madres sólo iban a trabajar, aunque también la vida social con sus congéneres esposas de carabineros, les permitía una experiencia distinta y algo más entretenida. Los que realmente gozábamos con estos "paseítos" éramos los niños y los  hombres, que algo ayudaban, pero más descansaban y "celebraban" el día de asueto.
   Luego vino la etapa  escolar y ahí sí que tengo a favor el tiempo. Cual Diego de Almagro, fui una "adelantada" (¡jajaja!). Al ver que mi hermana iba a la escuela y yo no, me "dentró" la angustia y desesperación (o envidia). Yo también quería ir, quería aprender, quería descifrar los parlamentos de las historietas sin depender de otra persona. A este adelanto bien poco pedagógico contribuyó el director de la única escuela, quien apoyó mi ingreso como "oyente", una vez que el clima se tornó más benigno. Cabe señalar que en una localidad rural (y sí que era rural en ese tiempo: no había luz eléctrica ni agua potable, no todas las casas contaban con pozo para extraer el agua del consumo diario) las autoridades las conformaban los representantes del orden y seguridad (carabineros), los guías espirituales (cura y/o pastor ...de almas), los jefes de servicios públicos (profesores) y los terratenientes más relevantes.  
   Así que, volviendo a mi personita de 5 años a la fecha, apoyada por una de las autoridades del lugar, pude acceder a las aulas de una escuela antes de lo que estipulaba la normativa (bastante elástica en esos tiempos...y también en los actuales). Claro que, a pesar que el director debiera haber sido el "experto" en el ámbito pedagógico, resultó ser un fiasco en mi caso, pues me incorporó a un segundo básico (su curso y eso estaba bien), pero no con "atención diferenciada", sino con las mismas obligaciones que los de segundo ....¡¡¡y yo no sabía leer ni sumar!!!!   Fue un verdadero  sufrimiento, que , por suerte, no se transformó en "fobia escolar". Debía resolver sumas y restas de tarea, sin conocer los números, así que la experiencia  no debió durar mucho. La verdad, no lo recuerdo. Sí tengo la imagen angustiosa de estar copiando en mi cuaderno las tareas de sumas y restas, sin entender cómo se resolvían. Me parece que esto fue lo más angustioso de mi infancia, aunque  parece haber sido borrada y superada con creces por lo vivido durante el Terremoto de 1960. De esto puedo colegir, que el terremoto me salvó de fobias (chiste cruel). 
 En general, nuestra infancia fue mágica, reitero. Si quisiera seleccionar imágenes que representen cabalmente este mundo de plena felicidad e ignorancia, elegiría las tardes de verano encaramados en los árboles comiendo fruta y jugando, más los safaris emprendidos para cazar mariposas y saltamontes
(las primeras, pasaban a formar parte de preciados insectarios artesanales y, los segundos, se transformaban en las víctimas de nuestros más oscuros instintos, a los que sumergíamos en el agua de la artesa y poco a poco le íbamos quitando extremidades,  como si deshojáramos una margarita, me quiere,  mucho, poquito,... ¡qué malvados! Unos verdaderos aprendices de psicópatas que, felizmente para la Humanidad, sólo quedamos en ese estadio).
A lo anterior,  agregaría las salidas de recolección, que hacíamos en verano, otoño o primavera, para obtener  maqui, moras ('murras' le llamábamos), digüeñes, callampas y otras especies silvestres que sirvieran para calmar nuestra hambre crónica. También, aquellas memorables incursiones por el huerto familiar para sustraer rábanos o zanahorias, o los juegos a las "casitas" en medio de los rastrojos del trigo o cebada recién cosechados en terreno aledaño al retén. Otra tarea que nos ocupaba varias tardes veraniegas eran algunos juegos más tradicionales, el  "de las visitas", los columpios, las "naciones",  las bolitas, el luche, el salto de la cuerda y, al atardecer, en días de luna nueva o llena, cual licántropos o vampiros, las competencias de carrera con la luna. Las tardes se nos hacían brevísimas en ese vertiginoso mundo nuestro.
   Ya más crecidos, las horas de juego disminuyeron, para dar paso a la colaboración en las tareas del hogar, partiendo por el cuidado de los hermanos menores, pasando por el aseo del hogar, la cooperación en la cocina o la realización de alguna actividad de bordado o tejido. Lo único que nos faltó fue aprender a tocar el piano (tal vez por eso, siempre he tenido ese aprendizaje como un deseo no cumplido, jajaja).
   El lavado, asimismo, formó parte de nuestro aprendizaje ya adolescentes. Era nuestra obligación personal, ya desde los 10 años, creo yo, lavar nuestra ropa interior y exterior menos delicada. Y ayudar en el planchado, con esos aparatos de fierro que se calentaban sobre la cocina a leña (¡qué actividad más detestable hasta el día de hoy!, aunque ahora sean eléctricas).
   Ya el año 65, con un traslado a otra localidad, fui más consciente de la  modernidad en nuestra casa. Había luz eléctrica y pozo en terrenos de la residencia, aunque aún la lavadora no formaba parte de los artefactos domésticos. 
Sólo al llegar a La Unión  y establecernos en la ciudad (68 en adelante), la tecnología se hizo presente en el hogar a cabalidad, aun cuando en mi memoria todavía guardo imágenes de mi madre, agachada escobillando sobre la tabla de lavar, ya sea en verano o invierno, en la artesa ubicada en el patio de la casa, que yo más de una vez ocupé también.
    Los tiempos han cambiado,... para bien y para mal. En la actualidad, nuestros lavados consisten tan sólo en introducir y extraer la ropa de la lavadora, para luego colgarla al sol. Lejos están las espaldas adoloridas y encorvadas y las manos dañadas por el jabón y el agua fría. Sin duda, ¡vamos bien, ...mañana, mejor!
  

No hay comentarios:

Publicar un comentario