domingo, 14 de mayo de 2017

¿Será tranquilidad de conciencia?

 No sé si son los años transcurridos, la experiencia adquirida, los eventos vividos o todo junto, lo que me ha llevado a esta situación actual. Me siento tranquila, ya de vuelta de todo, gozando de mi inmensa -jajaja- pensión, trabajando en CPECH por decisión personal (obligada por los compromisos económicos, jejeje) en una tarea en la que cada vez me siento más tranquila, holgada y "empoderada" (detesto esa palabra, pero expresa lo que quiero)
   Recién este mediodía, al terminar mi jornada, una alumna antes de irse me dijo que yo era la mejor profesora de Lenguaje que había tenido. Le pregunté por qué decía aquello y me señaló que a los demás no les entendía. No puedo negar que no me sentí bien. Junto con ello, esta misma mañana, me encontré con dos varones que se estaban repitiendo la clase completa (desde la 8,30 a las 13 horas), que ya habían tenido con otro/a docente (no les pregunté con quién), pero que se repitieron conmigo. A lo anterior, agrego cinco alumnos de otro curso que llegaron a mi clase durante toda la mañana y que parece deberé adoptar.    
La verdad no sé qué tan distintas están siendo mis clases este año, pero que lo paso bien, ése es un hecho indesmentible, a excepción de un grupo bien desordenado que tengo los martes en la tarde. No me estreso para nada cuando comienzo una clase nueva, cambio muy pocas cosas con los demás grupos, lo que significa que ya el carrete pedagógico está de lo más acertado.  Y la asistencia es buenísima, casi 40 alumnos en cada grupo. ¡Me siento bacán! 
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  Han pasado dos semanas desde que escribí lo anterior y debo señalar que la sensación de tranquilidad se mantiene.  Claro que, a veces,  no puedo negar que el sentimiento de la enorme responsabilidad también pesa. Especialmente cuando te encuentras que unos alumnos van más allá de la mera clase y te consideran una persona digna a la cual pedir consejos, que sobrepasan la sola instrucción de habilidades para responder a una prueba. Ahí es el momento de comenzar a asustarse y sopesar el efecto que tus palabras pueden estar teniendo en tu receptor.
   Este viernes, sin ir más lejos, me sorprendió que un alumno me pidiera, en forma individual, otras técnicas para mejorar sus habilidades lectoras. Al escucharlo titubeante en su forma de expresarse, pensé en que no resultaría difícil recomendarle algunas estrategias, aunque me extrañó escuchar de él agregar que escribía. ¡Chuata!, me dije, "señala ser escritor y tiene dificultades para expresarme lo que quiere". Pensé en que, tal vez, tenía una muy elevada autoestima de sus escritos,  pero cuando revisé su guía, me di cuenta que estaba prácticamente todo correcto, por lo que sólo pude trabajar con los escasos errores que observé, para que los supere. Al final de la clase, se quedó a conversar conmigo y, mientras yo cerraba "ventanas" virtuales, apagaba el proyector, juntaba mis guías, él me acerca su celular para mostrarme algo que le había escrito a su polola. Otra vez sentí un retortijón en el estómago.¡Cómo puede uno generar ese grado de confianza en una persona si hay más de 30 alumnos en el aula! ¡Humm! Me preparé para leer algo dulzón y sentimentaloide y me encontré con la sorpresa de un texto muy bien redactado, con cero faltas de ortografías, con excelente puntuación y una bella manera de expresar sentimientos. ¡Toma, Principessa, me dije! ¡Una lección frente a tus prejuicios!  Agradecí su confianza y le di mi opinión -positiva, por supuesto- de lo leído. Le hice notar su muletilla , muy notoria al hablar, y le sugerí cómo tratar de ir superándola.
  Al bajar (estábamos en el segundo piso), estaba su enamorada esperándolo. Me la presentó y ella, muy contenta, me saludó, señalando que le había recomendado que me eligiera como docente. ¡Plop!, me dije, porque no la recordaba como alumna de mis grupos del año anterior, pero rápidamente me lo aclaró, señalando que había recuperado algunas clases conmigo y por eso le había sugerido a Tomás que siga el programa con mi bella persona (jajaja). Antes de despedirme, le pregunté al alumno si había tenido problemas de tartamudeo cuando niño y, no me van a creer, me confirmó que había tenido que asistir a una Escuela de Lenguaje. Allí entendí el por qué de la dificultad para expresarse oralmente, lo que, felizmente, no le ha dificultado su expresión escrita, por lo que pude comprobar, y tampoco su comprensión lectora.
  Luego de despedirme de los jóvenes, me sentí como si hubiera cumplido con mi buena acción del día. Sin embargo, también con un peso no menor en la conciencia, por la responsabilidad surgida. Y cual Principito (no por casualidad soy de la misma estirpe) me dije: ¡una rosa más de la cual hacerse responsable! ¡Cuidado, Principessa, no le vayas a fallar y se la termine comiendo el cordero! 



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