Ya entramos al ruedo los seis hermanos Álvarez-Saldaña. Uno de nosotros perdió la partida. Esta vez, la primera en nuestra agrupación fraternal, le tocó a Ernesto (nuestro Tito), el cuarto del grupo de mayor a menor. La sorpresa no fue el nombre y la persona pues conocíamos de su enfermedad (con un poco más de dos años de diagnóstico). A pesar de ello, habíamos albergado la esperanza, que el mismo Ernesto sembró en todos nosotros con su ejemplo de lucha y optimismo. Hacía sólo un mes y días que se había planteado la posibilidad de concurrir a Arica al casamiento del quinto fratello, debiendo desistir por indicación médica. Sólo hace 15 días tuvimos noticia de los síntomas que llevaban al agravamiento de su estado, aunque tampoco pensamos en tan rápido desenlace y sólo dos de los cinco alcanzamos a verlo con vida, pero ya sin conciencia.
Todo aquel que lleva más de cuarenta años o más en esta tierra -depende de cada cual en verdad- sabe que las probabilidades del final de nuestra historia individual son mayores cada vez, que aunque desee que sea lo más lejano posible, no hay vuelta atrás. De vez en cuando suele aparecer esta preocupación, que desechamos mayoritariamente pues a quién le gusta hablar de su propia muerte, salvo que sea más en broma que en serio, que es una manera de exorcizar los temores. Sólo la muerte de seres cercanos nos obliga, queramos o no, a cuestionarnos más en serio y a suponer -y desear, probablemente- que la guadaña siga el orden correspondiente, aunque también sepamos que no es así como sucede. Es por eso, por ejemplo, que la muerte de hijos o nietos es tan dolorosa. En tales casos se rompe la lógica de las cosas y la rebelión, absolutamente inútil, es nuestra primera reacción.
Entre los Álvarez Saldaña, personas en general nada de enfermizas ni hipocondríacas, ha sido sorpresivo, doloroso y casi increíble el temprano final de nuestro hermano Ernesto. Y como no nos asiste la fe cristiana, el golpe ha sido mayor. Es el aviso, que cada uno oirá según su fineza de oído. Habrá que prepararse, pensarán en la interna algunos y como no siempre somos dados a la expresión de nuestros sentimientos, nos guardaremos nuestros temores más íntimos. Como en todo, nos protegemos para no invocar a los demonios...
Ernesto "Tito" nació hace 61 años en Valdivia, llegando a Puerto Nuevo, localidad perteneciente a La Unión, distante 49 kilómetros donde vivíamos, teniendo recién un par de días de vida y causándonos una verdadera impresión pues nunca, los mayores, habíamos visto un bebé de tan poco tiempo de nacido. La verdad, no nos pareció hermoso. Pasado un tiempo, cuando ya tenía poco más de 3 años, nos fuimos a vivir a un pueblo llamado Pichirropulli, cercano a Paillaco, en la misma región. Ya saben que nuestro padre era Carabinero, por tanto solía ser trasladado a distintos lugares.
Ernesto fue creciendo en cercana compañía del siguiente hermano del clan, Patricio, un año y medio menor, en tanto el grupo de los mayores, supervisaban sus primeras incursiones por este mundo. Inició su educación en la más importante -y única- escuela del lugar, la número 24 de Pichirropulli. En esa localidad de tan poco atractivo nombre estuvimos hasta abril de 1969, para luego asentarnos definitivamente en La Unión, en la casa familiar comprada por nuestros padres unos cuantos años antes. La Escuela Jorge Alessandri R., ex N°4, de La Unión lo acogió hasta octavo año básico, para luego continuar sus estudios secundarios en el Liceo Abdón Andrade Coloma, ex B N°12. Fue el camino que seguimos todos, a excepción de Gladys, que estudió en una Escuela Normal (no es que nuestro liceo no haya sido "normal", 😒).
Como todos los hijos, tuvo la posibilidad, en su caso en dos ocasiones, de comenzar y avanzar en una carrera universitaria. La primera, en Osorno, fue Tecnología en Alimentos, pero no le convenció. Se fue a la UACh y comenzó Educación Diferencial. No logró terminar, por diversos motivos. A pesar de ello, fue un lector impenitente desde adolescente, como varios de la familia. Eso y la relación con distintas personas, le fue preparando para la vida que le gustaba: trabajar en lo social, cultural y político-sindical. Dos matrimonios, tres hijos, un nieto completan grosso modo los hitos más relevantes de su vida.
Hablando del hombre debo señalar que muchas de las personas que llegaron a su acto de despedida de este mundo hablaron de su fuerte y difícil carácter, sin dejar de destacar la coherencia de sus principios, su interés por los derechos humanos, por los trabajadores, a quienes ayudó y guió en diversas tareas y procesos, relacionados con la cultura y con la reivindicación. Participó en distintas organizaciones hasta los días finales y uno de sus amigos, Arturo Bravo, nos señaló que les dejaba una ardua tarea en más de una organización cultural, política y sindical. Hermoso ejemplo de lucha, perseverancia, coherencia y apoyo dejaste, hermano, entre los que te conocieron y compartieron contigo fuera del ámbito familiar. Tus hermanos, los que te sobrevivimos, en cada ciudad y ámbito laboral en que hemos participado, hemos hecho algo parecido, sin la profundidad política y sindical probablemente, debido a las reglas de funcionamiento que exige un contrato laboral de profesional dependiente. Tú, Ernesto, trabajaste desde fuera, asesorando, guiando, independiente de un empleador. Eso te dio libertades pero también te impuso exigencias y te acarreó sinsabores. Fue tu elección y la asumiste, como lo fue y lo ha sido en el caso de todos tus hermanos.
Me quedé al debe con tu vida, querido hermano. Faltó más contacto, más conversación y lo terrible es que ya no hay remedio. Nos acercamos bastante en este último par de años, dejamos atrás individualismos arraigados, pero no fue suficiente. La familia comienza a desmoronarse con tu partida y sólo la buena voluntad y el esfuerzo personal de los que quedamos permitirá mantener unido lo que nuestros padres crearon. La distancia podría ser la excusa "perfecta" para no esforzarnos lo suficiente, aunque, a estas alturas de los avances en movilización y de la situación socioeconómica de cada cual, ir de un lugar a otro del país no debería ser un problema; sí lo será si decidimos olvidar paulatinamente nuestro origen y raigambre familiares. Habrá que tocar madera con suficiente frecuencia para exorcizar los malos espíritus.
Tus pasos ya no hollarán ningún suelo ni prado; tus oídos estarán sordos a la música, a las palabras, a los hermosos sonidos de la naturaleza; tus ojos ya no mirarán al futuro de los sueños deseados; tus manos ya no depositarán flores en la tumba de nuestros padres. Ya no habrá más bromas de humor negro contigo ni intercambio de saludos en el wahtsapp familiar. Estarás ausente de todo aquello y de todo lo que significa dejar de respirar ya por siempre. Si fuéramos creyentes podríamos, tal vez, aminorar la pena de partida y el sinsentido de la existencia humana. No lo somos. Tú lo fuiste sin fanatismos y, quizás, eso te ayude en el trance. O tal vez no, ¡quién puede saberlo! De lo que sí estamos seguros es que no te olvidaremos, permanecerás en nuestra memoria porque fuiste parte de nuestra vida, de nuestras experiencias, de nuestros aprendizajes, como también de nuestras alegrías y dolores. Descansa en paz, querido hermano, junto a nuestros padres. Estarás en nuestros recuerdos, siempre.
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