miércoles, 17 de febrero de 2021

¿Habrá salvación...?

 

   El cielo se ha introducido en mi alma o espíritu. El gris ha empezado a inundar el paraíso. Hasta los colores de las hojas y flores han perdido intensidad y, poco a poco, también la vida. De la esperanza quedan sólo unas briznas casi resecas. Por el momento, no se avizora mejoría. Puedo engañar mis sentidos y mi ánimo con alguna dulce o salada sustancia, con algún líquido espirituoso, con unos armónicos sonidos de piano, guitarra o cello, con el suave y grato aroma de unas varitas de incienso, pero el efecto de cada paliativo dura menos en cada ocasión. Todas mis elecciones (de series, filmes, documentales o de novelas) me conducen a ver con más claridad la condena de nuestra especie. Definitivamente, no hay salvación, para nadie. 

  Todos nuestros proyectos de recorrer y visitar diversas partes del mundo cercano o más lejano, presencial o virtualmente, son meros calmantes, son música en alta voz para acallar ese sonido en sordina que nos dice que hagamos lo que hagamos, disfrutemos lo que sea, no estamos yendo a ninguna parte, pues igualmente, conscientes o no de nuestra huida, nos alcanzará la verdad, más tarde o más temprano.

  Mientras bebo un sorbo de mi delicioso té turco de granada, comparo inconscientemente esta vida relajada, sin apuros económicos -por ahora- y sin carencias que llevo en la actualidad, con el día a día de Enis y Andera, o, para situar en la realidad el ejercicio intelectivo, con alguien en "situación de calle" o un habitante de las barriadas de la India. ¡Cuánta diferencia a mi favor! Y casi, ipso facto, saltando como puerco espín, surge la interrogante insidiosa: ¿Me la merezco? ¿De qué me estoy quejando? 

   Tuve la suerte de no nacer en un país con un altísimo porcentaje de población hundida en la pobreza, en la guerra, en la falta de medios de salud y de otros de diverso tipo. Debo, por tanto, tocar madera y disfrutar de lo que tengo, que, cabe puntualizar, nadie me regaló, pues me lo gané a pulso, una vez que mis padres me ofrecieron la oportunidad de estudiar y obtener una profesión, aclaro. Pero, después de todo lo trabajado y estudiado durante lo que duró mi vida laboral, creo que merecía un mejor estar en esta otra etapa. Pero, está bien. Tengo lo necesario.

    Sin embargo, hay millones de personas que no pueden decir lo mismo que yo. Con las mismas capacidades (las normales, ni más ni menos) les tocó en suerte -mala suerte-, un entorno absolutamente  depauperado en lo material, en lo social y/o en lo espiritual. Es cierto que el espíritu humano tiene la gran virtud de ser capaz de escapar de la fuerza de gravedad del entorno, de la atmósfera del medio (para hablar en términos astronómicos, de moda más allá de nuestras fronteras, porque acá resulta más relevante saber si Colo-Colo desciende a la segunda división del fútbol nacional), pero sólo en un número mínimo frente a la cantidad total. La fuerza de voluntad supera a la fuerza g en contadas ocasiones, lamentablemente. El resto, la mayoría, se queda pegado a la misma superficie en que nació, orbitando en torno a las costumbres de siempre, siendo parte del mismo cinturón de la pobreza. Lo admirable es que, al menos en la India, han logrado creer, si no en lo material, en lo espiritual, en la reencarnación y aceptan lo que les ha deparado su karma como una prueba más para alcanzar la perfección y tener la opción de reencarnar, en su siguiente vida, en una situación más ventajosa.    

   Viendo documentales del día a día en esa nación, recorriendo sus calles llenas de barro y basura, observando cómo se bañan, se asean y lavan la ropa en la misma agua infecta, rodeados de desechos de diverso origen, de humo de cremaciones de cuerpos de seres queridos o de otros, cocinando y alimentándose en la calle en medio de todos los elementos mencionados, me siento estupefacta. Mi sentido de la higiene y de la salud -además de mi estómago, agrego-, mi concepto de lo mínimo posible que considero para vivir en buen estado y feliz, no me permiten comprender que aquello sea una vida adecuada, que haya gente feliz, que existan personas que abandonan su vida familiar y opten por recoger animales y cuidarlos para ganar puntos para la otra vida, gente que prefiera vivir de la mendicidad y del espectáculo que ofrecen a los asombrados turistas. ¿Qué  valor espiritual tiene el hombre que, semidesnudo o desnudo, embadurnado de ceniza, con cabellera hirsuta y sin lavar por mucho tiempo, con largas uñas como verdaderas garras, permanece sentado, en exhibición, estirando la mano al paso de los turistas? 

   Hace unos días vi la película peruana Canción sin nombre, donde se repite la historia. Me refiero a la historia de la pobreza y del abuso de otros por efecto de la pobreza. Sentí la impotencia, el dolor y la rabia de esa joven madre, que, debido a su condición, fue la víctima ideal, no sólo de los desalmados que le quitaron su hijo recién nacido, sino de todo el sistema, que, en su negligencia, corrupción y discriminación, se transforma en cómplice de los peores delitos. ¿Y qué le queda a esa pobre madre, además del dolor de haber parido y escuchado el primer llanto de su pequeño hijo para luego tener sus brazos vacíos? Nada, sólo una canción de cuna que sirve de consuelo para su corazón inconsolable.

   ¿Escogió esa pareja de padres desafortunados la mala fortuna de haber nacido allí, en esas condiciones y con tan pocas oportunidades? No, una casualidad nefasta los llevó a abrir sus ojos al mundo en ese escenario geográfico, político, económico y social. ¿Tienen salvación? ¿Tendrán la posibilidad  de aspirar a una mejor vida, a tener otros hijos que puedan ascender algo en el pozo de la pobreza? Difícil pronóstico, a lo que se agrega la gran cantidad de seres en similares condiciones, que por ese mismo hecho hacen más  improbable el ascenso. Entonces, arrastrarán sus vidas, entre decepción  y conformismo, dando vueltas a la misma rueda, como un caballo atado a una noria. ¿Tienen salvación?    

  En la novela Dos mil noventa y seis de Ginés Sánchez, el paraje y la realidad son desoladores. El año 2056 (pronto ya) la Humanidad empieza a sufrir no sólo los efectos terribles de las epidemias sino también de la carencia de agua💧. Ciudades enteras son abandonadas, familias enteras diezmadas por las enfermedades, el hambre y la sed. Los pozos de agua son los puntos de destino de los que emigran al Norte, siempre hacia el norte, a través de escombros, desiertos, ciudades silentes y cauces de ríos que conservan sólo el recuerdo de sus cursos de agua pero que ahora son similares a los lechos marcianos. Parte de esa emigración humana en persecución de algún pozo de agua son Enis y Andera, la hermosa joven negra de ojos celestes, que les lleva a caer en la esclavitud de una "tribu" numerosa. Son años de sufrimiento, la vida avanza, pero logran escapar del círculo ciego de la lucha por el poder aunque no de la distópica realidad. Ya es el año 2116 y un hijo de ambos,  que no pudieron criar a su lado, continúa su viaje al Norte, en busca del agua deseada. El mundo sigue reseco, casi desolado y con pocas esperanzas de cambio.   

  Mientras estoy escribiendo, veo al Sol asomar entre las nubes. ¡Qué alivio! Se lleva el gris por el momento. Hay más luz y más temperatura, lo suficiente para darle un cariz positivo a lo que rodea. Leo a Carl Sagan en Un punto azul pálido y me contagia su optimismo, la capacidad de algunas personas como él de reinventarse, de perseverar más allá de todos los intentos y fracasos, de seguir adelante a pesar de los obstáculos económicos, tecnológicos y políticos. Gracias a ellos y a quienes creen en sus ideas y proyectos y los financian, la Humanidad tendrá la posibilidad de mirarse algo más que el ombligo, será capaz de avanzar en la búsqueda de  la salvación...o tal vez no...

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