Cierro los ojos y deslizo mis dedos con fuerza y rapidez por las teclas, más lento, más rápido, según sea necesario. ¡Qué delicia sentir que las notas que liberan las teclas merced a mi tacto invadan el silencio y penetren en mis oídos y mente, eliminando cualquier intrusión inoportuna! ¡Qué delicia y qué goce! Momento de ensueño que he tenido más de una vez a lo largo de los años. Pero, sólo es eso, ensueño, porque jamás tuve talento para interpretar la música. Si me hubiera esforzado tampoco lo habría logrado, salvo alcanzar la certeza de la carencia.
Definitivamente no nací ni cultivé (o cultivaron en mí) la aptitud para la música, la buena música, la docta. Ni siquiera la escuchábamos en nuestro medio. Al contrario, durante nuestra infancia aún era habitual que para la celebración de Semana Santa las radioemisoras, único medio de comunicación existente en esa década en la zona rural y en las pequeñas ciudades, sólo transmitían música 🎶 clásica y, como no había otra alternativa, nos dedicábamos a odiarla con todas nuestras fuerzas. Lo mismo ocurría para todos los 21 de septiembre, día de la Radiodifusión, que también se optaba por esa categoría musical. Sólo cuando fui profesional comencé a desarrollar mi interés e, incluso, quise aprender a tocar piano 🎹, pero el tiempo y la poca habilidad me lo hicieron cuesta arriba y no pude cumplir con mi naciente y exquisito gusto musical recién estrenado,😊.
La lectura de la novela Los otros días del escritor gallego Alfredo Conde trajo a mi memoria este gran anhelo vital y mi aterrizaje forzoso en la medianía o torpeza musical. El relato tiene varios elementos que me resultaron muy interesantes. Por un lado, el protagonista es un cultor del arte mencionado, lo que permite entrar en contacto con el mundo descrito a través de una mirada distinta a la "normal" y prosaica: la realidad es vista con la sensibilidad de un artista, por lo que el lenguaje es exquisito. Sin embargo, este artista no las tiene todas consigo: ha pasado los setenta y ha vuelto al terruño de su infancia a retirarse y a sobrellevar de la mejor manera la enfermedad que ha comenzado a aquejarlo, el Parkinson. Su futuro -si es que le queda- no es nada de halagüeño.
Cuando, luego de unas semanas, decide visitar "La Ciudad de Piedra" -como le llama al lugar en que vivió junto a su familia- luego de más de 20 años de ausencia, recorre sus calles húmedas, reconoce lugares, activa recuerdos, añora espacios que ya no están, recupera experiencias ya olvidadas. Es un reencuentro temido pero también añorado. No se menciona el nombre de la ciudad. No obstante, a través de la descripción pormenorizada de sus calles y pasajes, de los monumentos religiosos, del clima, logré descubrir que se refería a Santiago de Compostela, una ciudad en que se respira religiosidad medieval, pero también humedad permanente. Yo estuve allí al inicio del año 2018, ya en pleno invierno europeo y la experiencia fue imborrable, no sólo por caminar por un lugar milenario, sino también por el frío que pasé debido a que la lluvia ☔intensa, que me mojó sin piedad. Tanto así que me vi en la obligación de buscar con desesperación precisamente el día 1 de enero ropa más abrigadora... y seca (un polerón grueso que uso en los días más helados de nuestro invierno).
Volvamos a la novela. El relato también nos permite conocer y lamentar los síntomas de esta enfermedad, maldita para quienes la sufren y sus cercanos (toco madera,😓). Es un duro golpe a la libertad personal, al descanso merecido, al desarrollo intelectual, al hecho de llegar a la vejez satisfecho de lo realizado. Junto con la enfermedad, a este director de orquesta que se le presenta la oportunidad de despedirse de su "fanaticada" en Milán, le pesa ahora no haber vivido nada más que para la música, sin haberse dedicado a otros menesteres o disfrutes, que ya no pueden ser. Junto con saber de estos arrepentimientos tardíos (que no faltan en cada una de nuestras vidas) nos enteramos de que es sacerdote, oficio que casi no practicó debido a su virtuosismo musical.
Es un interesante y emotivo recorrido por temas muy cercanos y sensibles para los lectores que ya hemos vivido "su poco" (😁,¡qué eufemística!). Nos acerca a situaciones muy humanas: al deterioro psíquico y físico, a la añoranza de la infancia, a los arrepentimientos inútiles, al anhelo del contacto amoroso. ¡Uff!, casi nada, ¡qué pena! En fin, a la nostalgia de "los otros días " que ya no volverán.
La campesina es el título que le dio a una de sus obras el ya conocidísimo novelista Alberto Moravia, la que fue publicada el año 1957 (en 1960 fue llevada al cine por Vittorio de Sica). Me llevó unos días leerla debido a sus 400 páginas y a mis otras tareas. Es un relato en primera persona, a cargo de su protagonista, Cesira, una joven viuda italiana que vive en Roma en medio del escenario bélico del año 1943. La situación política del país es cada vez más caótica, pero a Cesira no le importa para nada. Es dueña de un pequeño almacén y, gracias al negocio del estraperlo -comercio ilegal con productos de la canasta básica en tiempos de guerra-, no pasa mayores apuros. Pero ahora el Duce ha sido apresado y los aliados avanzan desde el sur. Con posterioridad es rescatado por los alemanes para encargarlo de la República Social Italiana ubicada en la zona norte de Italia, en tanto los aliados siguen ganando terreno. La guerra llega a Roma. Aquello obligó a Cesira a cerrar su local y casa y partir con su hija adolescente, Rosetta, a la zona rural de la que era originaria. Fue una fuga llena de peligros: tren atacado por aviones, línea férrea cortada, trayecto a pie con maletas, pequeño pueblo -Fondi- bombardeado y abandonado, refugio y estadía en casa de una familia de delincuentes, huida hacia la zona montañosa de Sant' Eufemia, donde permanecieron nueve meses como refugiados, con mínimas condiciones de comodidad, higiene y alimentación, con el peligro constante de bombardeos, ya sea de alemanes o ingleses. Viven en un estado de marasmo permanente, del que sólo salen para buscar alimento. Y llegó el gran día: el avance de los aliados y la huida de los alemanes. Es el momento de regresar a casa.
Cuál fue el periplo seguido en el viaje de retorno y las graves consecuencias de la "victoria" y del final de la guerra, lo dejo en el misterio. Lo que sí quiero señalar es que el paraíso de la paz tiene más de una serpiente en alguna esquina. Nadie vuelve a ser igual luego de un suceso tan terrible. Precisamente es aquello lo que Moravia nos comparte en voz de Cesira. Nadie se salva de sus efectos aunque no haya participado.
No quise "cerrar página" con esta historia hasta no haber visto el film de 1960, llamado "Dos mujeres" basado en la novela de Moravia. A pesar de la participación de dos famosos actores, Sophia Loren y Jean Paul Belmondo, me resultó un bodrio. A rasgos generales respeta el argumento, pero cambia varios elementos que "suavizan" la situación de refugiadas que vivieron y la permanente "necesidad" de mostrar la exuberancia de la Loren vanaliza el drama. ¡Mejor no hubiera visto la película! En fin, a veces la vida está llena de decisiones tontas. Obviamente, me quedo con la novela. Es un "testimonio" en primera persona de las consecuencias de una guerra.
Al término de este escrito me acompañan los sones de la Sinfonía N° 40 de Mozart, molto allegro, que disipa los recuerdos leídos acerca de la guerra (¡toco madera de nuevo!). Suspiro y pongo el punto final. Hasta pronto.
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