Me resultaba difícil elegir el fundamento de este escrito al iniciarlo, pues eran varias las perspectivas desde las cuales podía abordar las experiencias vividas durante estos últimos ocho días. No sabía si centrarlo en el retorno a un territorio conocido parcialmente, en un tour que la amistad hizo factible, o, por último, en el redescubrimiento de características humanas casi olvidadas. No obstante aquello, al poner en funcionamiento la balanza, el título cambió en el acto y todo se volvió sencillo, aunque no menos trascendental.
Conocí a Anita y Eliana hace una docena de años, cuando, luego de pasar por una entrevista personal, se integraron al equipo de trabajo de enseñanza media del establecimiento en que yo trabajaba. La labor cotidiana nos mantuvo unidas permanentemente y nos permitió conocernos mutuamente. En mi caso, además, valorar el trabajo bien hecho, la lealtad y el respeto, entre muchas otras virtudes. Y a pesar de las diferencias jerárquicas, la amistad fue desarrollándose al encontrar en el otro una especie de espejo de uno mismo. Nos unió nuestra actitud laboral y vital, lo que se vio refrendado, haciéndose inquebrantable, en el momento en que mi querida hija fue asesinada y allí estuvieron ellas (como muchos más), como siempre, presentes y apoyando, no por compromiso, sino por cariño a ella y a mí.
El tiempo y la distancia ponen a prueba la amistad. La fortalecen o la debilitan. Si sucede esto último, significa que no pasó la prueba. La amistad con Anita y Eliana, ya lejos de la dependencia jerárquica, se hizo más fuerte y más honesta, si cabe. Fue así como a mediados del año pasado se nos ocurrió viajar juntas. Destino: Chiloé, tierra mágica y encantada para los nortinos y centrinos; a veces, no tan valorada por los que tenemos raigambre sureña, tal vez por esa "mala costumbre" de no apreciar en justicia lo que nos rodea.
El tiempo pasó como siempre -día tras día- y la fecha del viaje llegó con los nervios comprensibles para ellas, menos "viajadas" que la que escribe. Para mí, sólo estaba la incógnita de cómo se desarrollaría el día a día en compañía (me salió verso...), con la clara ventaja, eso sí, de mi experiencia reciente.
Todo fue espectacular: nos reímos a rabiar en muchas ocasiones, compartimos sin problemas las tareas cotidianas,
caminamos kilómetros insulares, peleamos a diario con nuestras cabelleras al viento, degustamos muchas empanadas de manzana (especialmente Anita, quien se hizo adicta),
comimos con frecuencia inusitada productos del mar, empanadas de choritos, de mariscos, merluza, salmón (de este último casi agoté el stock, jajaja),
visitamos TODAS las ferias artesanales habidas y por haber, compramos desde zapatitos chilotes para bebés (en cantidades industriales, mis amigas), hasta gorros, boinas, bufandas, guantes, medias, "chombas", incluso un echarpe elegantísimo (¡ejem!), pasando por muñecos, brujas, aros y llaveros "ad hoc".
Claro que tampoco podía faltar el queso chilote, que casi dejó con lumbago a mis queridas compañeras de viaje en las últimas horas en la isla y en los trámites de embarque, lugar este último en que temían que los "famosos" quesos no llegarán a puerto producto de alguna requisa. ¡¡Nunca se sabe!!
A la hora de evaluar, no caben puntos negativos, por lo menos en lo relativo a nosotras. Algunos detallitos de algún alojamiento, la mala cara y actitud de "Don Miguel" en el Hostal del mismo nombre en Castro, varios aspectos inadecuados en el Hotel Archipiélago de Castro (de lo cual nos vengamos con saña en la página TripAdvisor y eso que somos buenas personas, jajaja). La buena onda fue una característica muy presente, los pasos de baile surgían ipso facto al escuchar la música, especialmente en Eliana (más de un vídeo divertido guardo de evidencia de aquello).
Caminamos por las diferentes costaneras, con una calma casi olvidada, buscamos piedritas de recuerdo en la playa de la Isla Apiao, nos tomamos muchas fotos divertidas, gozamos de la maravilla de colores de las flores isleñas (en especial, Any y Eliana, la primera de las cuales, incluso, portó por días un envase vacío de lemon, jajaja, con unas plantitas que quisieron venirse con ella a Rancagua), observamos las estrellas en casa de Marylyn, degustamos el silencio nocturno,
nos mojamos con la lluvia que nos despidió con entusiasmo la víspera de nuestra partida. Y no podemos olvidar el color verde rabioso de los árboles de las islas, llenos de flores en el caso de los arrayanes, el viaje en Lancha a la Isla Apiao, tranquilo de ida, medio furioso de regreso; las cuestas y quebradas de la Isla Lemuy, la panne en medio del camino con arena en Queilen (faltó poco para que nos viéramos en la tesitura de empujar el vehículo),
la lucha con los tábanos de la Isla Aucar, la belleza de las numerosas iglesias visitadas. Y como si no fuera bastante, la amabilidad de mucha gente que, sin conocernos, nos atendía, nos guiaba, nos ayudaba en caso de consulta.
Atención aparte merecen Marylyn y Gloria, amigas recientes de un tour anterior (a las que espero volver a encontrar), así como Marcia y René, sobrinos de Anita, que nos llevaron a conocer todo el sector de Queilen.
Al finalizar, sólo quiero agregar que aunque no he tenido mucha suerte en el amor (jajaja), sí he sido y soy muy afortunada en la amistad, lo que le agradezco en lo que cabe a la vida... ¡Eso!
Caminamos por las diferentes costaneras, con una calma casi olvidada, buscamos piedritas de recuerdo en la playa de la Isla Apiao, nos tomamos muchas fotos divertidas, gozamos de la maravilla de colores de las flores isleñas (en especial, Any y Eliana, la primera de las cuales, incluso, portó por días un envase vacío de lemon, jajaja, con unas plantitas que quisieron venirse con ella a Rancagua), observamos las estrellas en casa de Marylyn, degustamos el silencio nocturno,
nos mojamos con la lluvia que nos despidió con entusiasmo la víspera de nuestra partida. Y no podemos olvidar el color verde rabioso de los árboles de las islas, llenos de flores en el caso de los arrayanes, el viaje en Lancha a la Isla Apiao, tranquilo de ida, medio furioso de regreso; las cuestas y quebradas de la Isla Lemuy, la panne en medio del camino con arena en Queilen (faltó poco para que nos viéramos en la tesitura de empujar el vehículo),
la lucha con los tábanos de la Isla Aucar, la belleza de las numerosas iglesias visitadas. Y como si no fuera bastante, la amabilidad de mucha gente que, sin conocernos, nos atendía, nos guiaba, nos ayudaba en caso de consulta.
Atención aparte merecen Marylyn y Gloria, amigas recientes de un tour anterior (a las que espero volver a encontrar), así como Marcia y René, sobrinos de Anita, que nos llevaron a conocer todo el sector de Queilen.
Al finalizar, sólo quiero agregar que aunque no he tenido mucha suerte en el amor (jajaja), sí he sido y soy muy afortunada en la amistad, lo que le agradezco en lo que cabe a la vida... ¡Eso!
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