Esa expresión no me trae muy buenos recuerdos. La solía utilizar un desagradable personaje -para mí y varios más- cuando quería hacer evidente que él no era entendido en educación. Lo fome es que lo hacía luego de haber boicoteado todo lo que los entendidos en pedagogía habíamos planificado, por lo que su expresión, de falsa modestia, no nos convencía para nada; al contrario, resultaba sarcástica, pues, al enunciar la expresión, tenía -tiene aún- esa sonrisa de "inocente" de Garfield después de haberse comido toda la lasagna y haber dejado a todos los demás mirando y sin poderle dar su merecido.
En fin, entremos en el tema de hoy, en lugar de "pelar". Definitivamente, a pesar de todo mi esfuerzo, hay cosas que me quedan grandes. Obvio, pensarán algunos, 😅. La verdad de las verdades es que sigo siendo una amateur en el ámbito gastronómico, aunque no cejo en los intentos de superación cada vez. La mayoría de mis "experimentos", entendiendo por ellos las primeras veces que realizo una preparación, dan buen y sabroso resultado, pero no sucede así con todos. Muchas veces me pasa esto último debido a que nunca he sido aficionada a seguir "recetas" -en ningún ámbito- a la "pata de la letra", sino -además de ser muy porfiada, 😂-, me gusta darles un toque personal. Y aquí viene a cuento entonar la hermosa canción "A mi manera", 😉, que siempre me ha gustado mucho, especialmente cuando es interpretada -era- por Frank Sinatra. Es difícil vencer las tentaciones y a mí me pasa con esto. Me "comen" los dedos para agregarle algún ingrediente, cambiar las cantidades, saltarme algún paso y es ahí cuando suelo "embarrarla",😡. Además, no hay que olvidar que los maestros cocineros no sólo lo son porque tienen excelentes resultados culinarios, sino porque son entendidos en las características y propiedades de los productos que utilizan y ése no es precisamente mi fuerte. Me falta toda esa base y, a estas alturas, pocas esperanzas hay de que pueda completar aquellos vacíos.
Mi experiencia con la cocina es de larga data. Desde pequeñas -yo y mi hermana- estuvimos "metidas" en ese reducto y andábamos a la cola de nuestra madre, quien debió aprender a cocinar ya grandecita y una vez casada. Por lo tanto, debido a su propio aprendizaje algo traumático, decidió enseñarnos desde infantes. Sin embargo, no pudo entregarnos la base teórica que nos habría dado más ventajas. Aprendimos a hacer pan desde niñas, porque era una tarea casi diaria y había que ayudar. El consumo aumentó considerablemente cuando se asomaron a este mundo nuestros hermanos menores. El pan era, por lejos, lo que más rápido desaparecía en casa, a veces, incluso, era producto de sorpresivos latrocinios. También aprendimos a preparar sopaipillas, panqueques, "calzones rotos", queques, brazos de reina, galletas y alfajores. Yo era la campeona de los "brazos de reina", 😆, hasta que por mal genio perdí el toque. En lo salado aprendimos, desde chicuelas, casi de todo, inclusive a preparar empanadas.
Pero los años pasaron y no en vano. No nos quedamos para vestir santos ni de eternas dueñas de casa. Nos hicimos profesionales y ese hecho, logro considerable para mis padres, nos alejó de la cocina. Junto con ello, llegó la modernidad y el pan fue un trabajo que dejó de realizarse en muchos hogares, porque era más fácil, en la tarea de equilibrar los tiempos disponibles, comprar el pan, las galletas y otros alimentos por el estilo. No se trata de que hayamos dejado de cocinar. Lo seguimos haciendo, pero a la rápida, entre corrección de prueba y prueba, entre preocuparnos de la hija o hijos. Los fines de semana dedicábamos algo más de tiempo a la tarea culinaria, claro que sin grandes innovaciones, como tampoco aspirando a convertirnos en chefs.
Si no están mal mis cuentas, desde hace unos trece años, esta actividad, contenida por el exceso de trabajo remunerado, fue ganando espacio y fuerza en mi vida cotidiana. Me gustaba muchísimo cocinar para compartir con Mirella. Siempre que nos encontrábamos, una vez que ella se quedó viviendo en Santiago, uno de los elementos claves de cada encuentro era el disfrute de una preparación especial, lo que degustábamos a piacere. Ya sola, fue una de las tantas actividades que me ayudó a sobrellevar su ausencia, aunque sin pasar a ser la principal. Sólo una vez que ingresé al selecto grupo de los "pensionados", pasé a conjugar el verbo "cocinar" en presente permanente. Y, como corolario, llegada la pandemia, fue una ocupación top.
Para empezar, retomé mi tarea de panificadora, dormida por décadas. Debí partir por conocer el funcionamiento del horno de la cocina a gas, que no utilizaba para nada. Sólo me gusta la carne a la plancha o a la parrilla, en tanto los pasteles, budines, lasagnas y otros alimentos similares no eran parte de mi dieta. Partí, entonces, retomando la elaboración de pan, con un éxito extraordinario, con un pequeño tropiezo hace un par de días, 😅. Les cuento: mi idea era elaborar pan de pita, lo que terminó en unas tortillas aplastadas, comestibles, pero sin ninguna gracia. Algo falló: la temperatura del horno o el tamaño de los panes. No sé si en este caso, el tamaño importa. Deberé averiguarlo. La próxima vez lo prepararé a la sartén,😏.
Lo de hoy -ayer más bien- estuvo fuera de serie. Me dediqué a elaborar pastas. Ya lo había hecho la semana pasada -ravioles- y quedaron bastante ricos, aunque algo deformes. Así que me convencí de que necesitaba una máquina para estirar pastas y una raviolera. ¡Lo conseguí! Con la ayuda de mi cuñada Carmen, Mercado libre me hizo llegar el aparatito el día sábado. Me programé para el gran día, preparándome a conciencia con una buena tanda de videos de YouTube. Y como nunca he sido de las que me "achico" frente a los desafíos, planifiqué elaborar varias masas, coloreadas con vegetales y, al menos, con dos rellenos distintos (espinaca-queso y salmón-pimiento). A las 9 de la mañana empecé la tarea con los rellenos, para luego seguir con las masas. El día anterior había dejado preparados un puré de calabaza, un puré de acelgas con apio y un jugo de remolacha (éste lo tenía congelado desde un par de meses), todo para teñir, así que ¡manos a la masa!
El problema empezó cuando me di cuenta de que las masas habían quedado demasiado blandas, pues al estirarlas quedaban pegadas en el rodillo, se apelotonaban y el trabajo no avanzaba mucho. Primer aprendizaje: masa más dura y con bastante espolvoreo de harina. Corté unos fettuccines verdosos y luego los colgué en uno de los secadores de ropa (que limpié muy bien antes de usarlo, obvio). Como la masa estaba más blanda de lo conveniente, debí luchar con la tendencia a pegarse de los fettu... y en esa lucha más de alguno fue a dar al suelo,😁.
Luego, me aboqué a unos ravioles con la máquina en cuestión para rellenar. ¡Eso sí fue un verdadero fiasco!, ¡oh, my god! Masa y relleno se transformaron en una cosa pegajosa, verdosa e informe que me obligó a sacar la raviolera, tratar de recuperar algo de la mezcolanza y zambullirla en el lavaplatos (a la raviolera) como quien envía un sapo de vuelta a su charco. La mezcla que recuperé debí transformarla en masa con una buena cantidad más de harina y una vez obtenido un amasijo algo decente y factible de estirar, hacer los ravioles con uslero y a mano. ¡Bien, vamos que se puede!, me dije.
Segunda masa, de color amarillo. Salió algo mejor el trabajo, pues ya le "había cogido el tranquillo" a la estiradora de masa, así que, además de unos fettuccines -que también anduvieron gateando por el piso-, rellené unos agnolotti y unos capelletti rudimentarios. Ya estaba más experta, ¡ejem!
Tercera y última patita, con la masa de remolacha. Fettuccines, ravioles y farfalles (que nosotros conocemos como "corbatitas") obtuve como resultado. Cuando terminé de preparar las pastas ya había llegado la hora de mi almuerzo (13 horas), el que debí forzosamente atrasar, porque venía ahora la parte menos grata: limpiar, lavar y ordenar todo el descalabro. Lo primero: a limpiar la máquina y guardarla (menos la raviolera que estaba sumergida en el h2o). No estuve muy afortunada en ello, pues rompí la perilla que permite ir variando el grosor de la masa, 😢, ¡quedé con la perilla en la mano! "Manos de hacha", habría dicho mi padre. ¡Nada qué hacer! Felizmente, cotejé que igual funcionaba sin perilla, 😂 -para la próxima vez-.
Cuento corto - parece que no resultó tan corto-, terminé almorzando como a las 14 horas, luego de limpiar y lavar todo lo ocupado, preparar ensalada, postre y una salsa para los ravioles de acelga con relleno de espinaca-queso, que saltaban felices en la olla con agua hirviendo. A pesar de las peripecias y de la perilla rota, de no haber ni alcanzado a tender la cama en la suite real, el almuerzo estuvo muy rico y quedé con provisiones para unos cuantos menús. Fueron a parar al congelador, lugar del que saldrán algunas la próxima semana, porque debo seguir cuidando mi figura, algo desfigurada a estas alturas, pero que todavía cabe en la puerta de salida de palacio. Hasta pronto, 😏.