Hasta hace poco no sabía nada de Anatole France aparte de que era francés, del siglo XIX y que había obtenido el Premio Nobel en 1921 (¡por algo sería!, pensaba). Había escuchado más de una alabanza acerca de la sutileza y elegancia de su pluma, pero nada más. Finalmente decidí leerlo y quedé descolocada. Me sorprendió la perspectiva elegida en su relato. Como todo no-francés no-ideologizado (ya me parece escuchar a mis profes universitarios decirme "¡no se debe usar la doble negación pues confunde la comprensión!"; ¡na!) yo esperaba una visión crítica, ya sea abierta o implícita, acerca de los luctuosos hechos de la Revolución y las subsiguientes etapas de la República Francesa o una mirada objetiva de ese pasado histórico (Anatole France nació en 1844). Sin embargo, me encontré con un protagonista, ferviente admirador de los acontecimientos históricos y cotidianos que se viven en el París de 1793-1794, cuando está en plena vigencia la maquinaria guillotinesca y aunque él, Évariste Gamelin, apenas logra llevar algún día pan para el hogar que comparte con su madre, no demoniza su situación ni culpa a nadie -menos a la Revolución-.
Analizando el recurso utilizado por el autor para explicarlo de manera adecuada, me acordé de Cervantes, quien no criticó a las novelas caballeresca sino que escribió una más de ellas en forma de parodia, dando fin así a la moda literaria que detestaba. Lo que no esperaba, dicen, es que esa última novela caballeresca haya ido más allá de todas las de su género y de otros, más allá de su tiempo y de todos los tiempos. Anatole France hace algo equivalente en cierto modo. Su protagonista en Los dioses tienen sed, Gamelin, es un puro y virtuoso creyente revolucionario, además de un don nadie y un pintor de poca monta, que amontona en su estudio-hogar sus pinturas inacabadas, que alguna vez, cuando la Revolución y la República estén a salvo, volverá a retomar. No están los tiempos para el arte burgués y contrarrevolucionario. Su día a día se reparte entre ir al local del ciudadano Blaise para ver a la ciudadana Élodie e intercambiar con ella unas miradas o palabras, ponerse a la cola de alguna tienda en espera de conseguir algún alimento para llevar a la cocina de su madre y, por las tardes-noches, asistir al Club de los Jacobinos. Allí escucha a Robespierre, su gurú, ahora que Marat, el "amigo del pueblo", ha sido acallado por el asesinato. Gracias a una recomendación logra acceder a un puesto en el Tribunal Revolucionario, tarea que transforma en su razón de vivir y la más pura y necesaria forma de aportar al triunfo de la Revolución.
Es así como el virtuoso Gamelin orienta su vida a la urgencia de limpiar el camino de la República de los federales, de los conspiradores, de los tibios (los "amarillos" de hoy), que no son más que traidores a la causa del pueblo. Por eso la Ley de Pradial (22 de agosto de 1793, inicio del período del "Gran Terror") fue tan bienvenida. Ya no se perdía tiempo en escuchar a los defensores de los acusados ni en analizar pruebas -o falta de ellas-, simplemente se oía la acusación, se observaba a los delincuentes y se decidía de corazón, permitiendo el óptimo y eficiente funcionamiento de la guillotina. El cansancio personal ante tamaña responsabilidad era bienvenido. Era el mínimo sacrificio para tan grande causa. Sin embargo, a pesar del esfuerzo y de las renuncias personales, la conspiración gana (ha llegado termidor-fines de julio-): se produce la caída del Incorruptible, del Justo, de Robespierre, y de muchos de sus seguidores, entre ellos Gamelín, quien piensa que es un castigo merecido por haber caído en la indulgencia (😵). Los dioses quedaron ahítos, sin duda.
En verdad, la ironía es sutilísima. Pasados sólo unos meses (se ha llegado a nivoso -fines de diciembre-), su amada Élodie instruye y despide de la misma forma que hacía con Gamelin a su nuevo enamorado al salir de sus aposentos.
A pesar de los siglos transcurridos, los jacobinos no han desaparecido. Pululan por muchas ciudades del mundo bajo diferentes consignas, con distintos colores, emblemas y banderas. También en nuestro país. Los puros y virtuosos han llegado al poder, pero no defienden la República, sino un nuevo orden (¿o desorden?). Lógico, no todo se repite en forma idéntica. ¿Surgirá un Incorruptible que nos muestre el camino, nos inunde con su palabra y nos transmita su aura mística (¡Namasté!)? ¿Cuáles serán sus poderes y límites? ¿Será de nuevo una valiente Convención la que segará su histórico destino? ¿O acaso es que en nuestro chilito -aún- Robespierre ya ha devenido en una hidra de un centenar de cabezas y no nos hemos dado cuenta???? ¡Humm! Habrá que seguir esperando a ver si nos devora, 😂.
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